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Carta a Jorge Oteiza

Han pasado diez años desde que te fuiste y por fin me decido a escribirte una carta. No es fácil, crómlech rudo de mi tierra, txalaparta de roble, haya, abedul o de lo que quieras, bertsolari de los sueños, vacío y nada. Te empeñaste en demostrar cosas imposibles de entender con las palabras a las mentes dormidas de tu tiempo.

Jorge, no se puede querer vivir fuera del sistema establecido y esperar aplausos vanos cuando hablas de la panorámica del vacío y de la risa. Es como hablar a los caballos en latín y asegurar que te entienden. Tú y yo lo sabemos, pero la mayoría lo tildan de locura espesa. Tú hablas mejor con las piedras, te expresas mucho mejor vaciándolas en forma y manera grácil de enagua, dejando que la luz hable por sí misma sin más explicaciones teológicas, geométricas, matemáticas y demás martingalas mentales abisinias.

Con tozudez de picapedrero, atraído por la fascinación de la nada, quisiste demostrar algo indemostrable fuera de la imaginación. Y quisiste hacer del hierro, de la fragua, del mármol y de la hojalata poesía. Y eso en la práctica pedregosa es imposible. Machete de zafra en mano, arrebatado de furia creadora, te quedaste solo ante el infinito. Y la mezquindad humana no entendió. "Mis obras de ficción son solo eso: fantasías sobre mi vida", ha declarado Gabriel García Márquez, maestro de la palabra. Él sabe explicarse con la verba. Tú, no. Lo tuyo es la piedra, vasco indómito, cavernícola moderno, bisonte y gruta. Todavía no he ido a tu museo. Me da miedo, no vaya a quedarme petrificado en el futuro, hueco y preñado de playas llenas de cielo. "Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan", cantemos bertsos al son de la txalaparta dentro de un crómlech donde no pasa el tiempo y el espacio es mudo.

Agur, Jorge.