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Un concierto de traseros

Hay quienes, al entrar en una iglesia, miran allí donde asoma la candela y se arrodillan ante el sagrario, pues creen con una fe, no sólo de palabras sino también de gestos físicos, que allí, en ese escondido pan recogido en la caja de metal dorada, está realmente Jesucristo, humilde, como siempre fue, aguardándonos, mendigando casi que alguien le acerque con cariño.

Pero la deriva de nuestra sociedad occidental en varios países ha cambiado esta percepción ante una gran indiferencia o el escepticismo de muchos, y por ello no es extraño ver a tantos que entran en las iglesias y no hacen gesto alguno de cristianos, ni se santiguan, ni toman el agua bendita, ni se arrodillan ante el Santísimo o hacen al menos una reverencia de respeto, sino que pasan como si estuviesen por su casa: una vez vi a uno paseando con un perro, que no orinó en las góticas columnas de milagro.

En otros tiempos, arrojarse con la rodilla en tierra era un gesto que sólo se hacía ante los reyes y por eso ante Dios, transmutado en apariencia de pan, caían con devoción los altivos cuerpos de los más bravos guerreros.

Hoy, ni ante el rey caen rodillas ni se arrodillan a veces los devotos en las misas, son tiempos de estar de pie, de un color único, o, mejor, sentados, a ser posible en un sofá cómodo, como he visto ya en alguna iglesia británica donde el paso siguiente es colocar una cama o ir allí a echar la siesta.

Los espacios forjan con su distribución el modo en que se circula y piensa, de modo que no se comporta uno igual en la playa que en una catedral, en la cocina que en un comedor del palacio, en el ayuntamiento que en el campo. Para eso se hicieron esos edificios, donde las paredes altas o bajas guían el comportamiento.

Por eso me sorprendió aquel concierto en la iglesia, tocaban precisamente el órgano y allí buena parte de la concurrencia, en vez de sentarse mirando hacia delante, se retorcían en patéticas posturas, apoyando los codos y la barbilla sobre el respaldo. Aquellos traseros amenazantes hacia el rey de reyes eran el símbolo de nuestros tiempos. Al mirar hacia el aparato de los mil tubos, no veían ni los brazos ni las manos moviéndose sobre el teclado. No miraban al magnífico retablo frontal donde la historia del arte ha dejado sus mejores rasgos, fecundando la imaginación y los sentimientos. Así son nuestros tiempos, entre los vientos o con un poco de aire, a veces sin sonido, pero tal vez hediondos.