Desde que vivo en Inglaterra observo hasta qué punto todo se está liando en la vida cotidiana debido a la informática y a internet. Aquí casi todo es electrónico y se paga en autobuses, aviones o comercios con el teléfono móvil o una tarjeta sin contacto; todo depende de los datos que corren por la invisible red, hechicera, a veces muy perversa. Nada habría que objetar si fuera efectiva, pero, a menudo, no lo es. España sigue ese rumbo también. Cuando hace pocos años venía a Oxford, internet era abierto en la universidad y cualquier información era accesible. Ya no. Mil barreras, encriptados, códigos, impiden ciertas operaciones y nos hacen perder gran cantidad de tiempo. Entre universidades, bibliotecas, bancos, hacienda, supermercados..., ya no sé cuál es mi número secreto, pues tengo tantos que los mezclo y cada sistema pide diferentes caracteres: uno pide ocho, otro diez; éste que no haya signos raros, aquél sí... En resumen, nos olvidamos de las mil y una contraseñas. Colapso. Y lo peor de todo es que, a menudo, es inútil para frenar a los malhechores.
Incluso en Oxford he visto cómo se cae la red y deja de funcionar. Gran colapso. Uno de los bancos más famosos, TESCO, acaba de ser ciberrobado y muchos han visto sus ahorros extraídos por fantasmales personajes que no se sabe en qué espacio o tiempo existen. Por un lado, la gran tendencia a unir datos, big data, para controlar el mercado y ofrecernos lo que supuestamente deseamos; por otro, el peligro de un control en todo lo que hacemos como jamás hubo. Además, el caos de los cibercriminales. Robos de cuentas, de información, de bancos en varios lugares del planeta, y nuestras vidas sencillas amenazadas por una complejidad electrónica que cada día resulta más agobiante.
¡Cuántas veces llamamos a una empresa o a un ministerio y nos responden máquinas estúpidas! O, peor todavía, nos dicen que hagamos la operación por internet, en un laberinto inescrutable y desesperante. Hasta para poder acceder a la piscina solicitan mi cuenta bancaria; ya ni las monedas sirven, sólo los eléctricos impulsos del ordenador que transmiten inescrutables matemáticas. Pitagorismo, magia perversa que a algunos nos anima cada vez más a huir al campo, a palpar la naturaleza y escapar de ese mundo irreal que cada vez es más importante y real que el universo físico. Por eso, cuando puedo, me desentiendo del correo electrónico, del teléfono y sus mil mensajitos, para buscar los bosques o la orilla de un río donde encontrarme con un buen libro de papel que no exige, insolente, mi inmediata respuesta, y entonces me siento, todavía, libre.