se ha generalizado la opinión de que el silencio es una ausencia, la mera falta de palabras; su papel estelar llega, todo lo más, cuando entra el sueño y nos dormimos. Pero una vez despiertos y conscientes, apenas le damos más valor que ser el espacio necesario entre dos conversaciones. Hemos descuidado escuchar al otro cuando tiene algo que decir como un acto de interés por nuestro interlocutor y lo hacemos frecuentemente con quienes más queremos. La ausencia de atención en la escucha se ha convertido en una falta de respeto consentida en muchos foros y tertulias de los medios de comunicación.

Sentimos el silencio como algo cercano a la soledad no querida. Para Raimon Panikkar, es una enfermedad del hombre moderno que él llama “sigefobia” o el desasosiego de estar a solas con uno mismo; incluso estando rodeados de gente podemos tener miedo a la soledad. Y nos hemos ido al otro extremo para combatirlo, a la sociedad del ruido con la necesidad ya socializada de tener siempre algo conectado: la tele, la radio, música... Las nuevas tecnologías han estirado las posibilidades y si no tenemos con quien hablar podemos enchufarnos a sonidos en cualquier momento del día, incluso cuando estamos por la calle o en el gimnasio.

No nacemos con la necesidad del rumor continuo. Es algo que nos hemos creado, lo hemos aprendido; es cultural, no genético. Empezamos temiendo al silencio pero ahora vivimos en la necesidad del ruido convertido en un problema que se agrava con el consumismo de la industria de las apps: chats, Instagram, Facebook, Twitter, etc. Abusamos de todo eso para no sentirnos solos sin pensar de donde nace la soledad. Incluso la lectura ha sido desplazada como actividad para sentirse a gusto con uno mismo. A todo esto, hay que añadir el incremento de ruido puro y duro en la calle, las obras, el tráfico, las bocinas... Demasiada concentración de ruido acústico, visual y mental bullendo simultáneamente produciendo una total dispersión.

El resultado no es el deseado, ya que todo el ruido que generan las redes sociales hace que la gente se sienta igual de sola, inquieta y frustrada, mientras el ruido existencial va a más. Gran parte de las experiencias de los jóvenes, están mediadas por la tecnología, y no son pocos los que, ellos también, se sienten incapaces de soportar el silencio; no saben vivir el silencio creativo y necesitan ruido constante a su alrededor.

En el mejor de los casos, el silencio es un lujo costoso. Pero como buen desierto, el silencio tiene sus oasis. En uno de ellos, se encuentra el escritor Pablo D’Ors, autor de Biografía del silencio (Siruela), libro con más de 120.000 ejemplares vendidos. Parece que la sed de cambio existe, de silencio buscado para serenar la mente y, no menos importante, muy necesario para estimular la creatividad ya que las mejores ideas vienen cuando desconectamos en silencio. D’Ors está convencido de que lo más ruido genera es el teléfono móvil, el símbolo social que nos proporciona la ficción de estar comunicados como la manera mejor para ocultar la sensación de soledad. D’Ors apunta que una gran mayoría de los mensajes que nos enviamos por WhatsApp no tienen contenido, “son puros inputs de autoafirmación personal, por eso tienen tanto éxito”, a lo que hay que sumar el ruido de las redes sociales, infladas de pretendidos “amigos”.

Es cierto que a menudo las palabras sobran, pero el silencio se ha convertido en algo contracultural, no está socializado su buen uso ni siquiera la escucha por educación. Por eso, muchos necesitan viajar a otros oasis, como las sesiones de yoga, meditación en retiros y actividades similares. Aunque todos los extremos son malos, es claro que de lo que adolecemos socialmente es de silencio enriquecedor y por salud mental deberíamos tomar conciencia de la necesidad de aprender a construirlo. El silencio como espacio entre dos pensamientos puede llegar a ser mucho más que ausencia de ruido.