En apenas veinte metros cuadrados se concentra todo: hedor, suciedad, harapos, agujeros en el suelo, paredes sucias y descascarilladas, y mirando al techo vemos una chapa llena de agujeros por los que entra agua cuando llueve, mantenida sobre unos palos de los que cuelga una mosquitera sucia y llena de agujeros. Al lado de ésta, un ventanuco ilumina la estancia durante apenas media hora al día, y que sirve de ventilación de veinte metros cuadrados. Aquí es donde pasan los años unos cuarenta niños desde los cuatro o cinco años de edad hasta los dieciséis. Y es que no es una excepción en Senegal esta daara (escuela coránica), lo menos habitual es la daara donde pueden estudiar dignamente y salir adelante.

A tan solo cuatro horas de avión de aquí nos encontramos con unos doscientos mil niños talibés de los que tan solo nos acordamos de su infancia cuando a los veinte años consiguen subir a una patera y llegar a España jugándose la vida, pero es que no tienen nada que perder. Doscientos mil niños sufriendo todo tipo de vejaciones durante toda su infancia y que alguno de ellos acaba vendiendo su cuerpo a una persona de color naranja y llena de pecas en un complejo turístico a cambio de un móvil o algo de alcohol. Si alguno de ellos tiene suerte puede llegar a ser ayudante del Marabú (líder espiritual) que le enseñó a rezar. Y es que aquello es un polvorín, es todo un enjambre de personas a las que no se les da ninguna formación de ningún tipo prácticamente, y que los gobiernos de turno hacen lo que quieren con ellos. Ya no se acuerdan de ellos ni para experimentar con la vacuna de la malaria. Una vacuna en fase de prueba. No sé cuál es el motivo por el cual no se ha incluido este país en la vacunación, pero los niños de las daaras son los olvidados de este mundo. No tienen recursos de ningún tipo. A muchos de ellos se les puede ver las huellas que deja la malaria en sus ojos amarillos. Luego vendrán aquí, y cuando los vemos buscando en los contenedores nos dan pena.