La juventud se está decantando a favor de carreras basadas en las matemáticas porque parece que tienen mejor empleabilidad profesional. Es un mal síntoma, porque hace mucho vienen desechándose las humanidades porque “no tienen utilidad”. Ello supone que la reflexión, la crítica o la satisfacción de la creatividad son valores que se desdeñan por inútiles, y es la consecuencia que afecta al mundo en general, y en especial al de la actividad profesional. Hay que observar el nivel de degradación al que se ha llegado en la calidad de los estudios universitarios, no sólo porque se ha perdido su visión universalista en beneficio de la especialización, sino porque envilece la misión excelsa de la institución de la universidad, que se ha convertido en un apéndice del sistema productivo, que es el dinamizador de la economía y de la vida, y se han abandonado los conocimientos de ciencias humanísticas, que son las que a duras penas mantienen los valores filosóficos que a la larga su pérdida nos llevará a racionalizar tanto nuestras mentes que nos volveremos a encontrar satisfechos pintando de nuevo en Ekain, Santimamiñe o Altamira, o preguntándonos para qué sirven estos montones de papeles que llaman libros con unos signos que son las letras tan aburridas de leer. Nuestras autoridades, tan activas para potenciar las carreras técnicas, algún día descubrirán que van a poder sustituir a los universitarios superespecializados por dóciles y eficaces robots que serán cultos, graciosos y hasta guapos, como para que enamoren a nuestros hijos/as ingenieros, arquitectos o pilotos. Veremos quién les va a defender en un juicio o componer una ópera como un tal Wagner o crear una película como Woody Allen. Es verdad que quizá los robots puedan alargarnos la vida eternamente, pero debe ser aburridísimo no poder descansar de una vez.