Millones de lectores, hombres y mujeres de todo el mundo, habían leído una obra literaria titulada En el país de las pieles (Julio Verne, 1873). También los auditorios de muchos teatros líricos habían escuchado una opereta de Franz Lehar titulada El país de las sonrisas (1929).

Pero aquí vamos a escribir algo sobre un país que, en la aciaga época a la que queremos referirnos, no era de las sonrisas, sino también de las pieles, pero éstas humanas y sin vida. País al que una malvada furia irracional había transformado en un inmenso cementerio con fosas por toda su geografía.

Después de muchos años, pasada y debilitada la malvada furia irracional (cuyo nombre tenía, también, como letra inicial la F de furia y fascio), muchos habitantes de ese país de las pieles humanas, ahora ya afortunadamente con vida, se pusieron muy contentos porque al gran jerifalte-capitoste que desencadenó la malvada furia irracional, lo habían trasladado de nicho, además de eliminar los nombres y símbolos de lo que él representó, de los edificios y vías públicas.

Pero todo eso, siendo algo, era solamente lo superficial o lo incompleto, porque, eliminando lo inerte, dejaban en plena vigencia todo lo activo que había instaurado el tal jerifalte-capitoste, que no calaba tiara ni corona pero se cubría con gorra de plato.

Así que aquel país no era ni el de la sonrisas ni el de las pieles ahora ya felizmente vivas, sino el país de las paradojas, pues veíamos que su primer político de turno ponía los resultados de las votaciones de la demos-kratos bajo el mono-arkhein que dejó instaurado el jerifalte-capitoste.

Tendremos, pues, que reconocer y aceptar que el nombre más apropiado para los territorios y pueblos que formaban aquel país sería el de el país de las paradojas, de las contradicciones o de las incongruencias, en el que a bombo y platillo se anunciaban y llevaban a cabo pequeñeces y, tácitamente, dejaban de hacerse grandezas.