Llego al restaurante. Mientras espero la comida, observo a las personas de las mesas más cercanas a la mía. A mi izquierda, un matrimonio de unos 70 años. No hablan, no se miran, se les ve enfadados. A mi derecha, un grupo de chicas de unos 35 años. Hablan del trabajo, de los hijos. Llegan tres chicos, no llegan a los 30 años. Cada uno con su cochecito y su bebé. Se sientan en su mesa. La señora de mi izquierda, sorprendida, comenta que no comprende cómo unas madres pueden dejar solos a los hijos con unos padres sin experiencia. El marido le dice que se meta en sus asuntos y la señora se calla. Las chicas de mi derecha comentan que las madres están de fiesta. Hablan de igualdad, de derechos... Observo a los padres sin experiencia, uno de los bebés no para de reír, a otro le toca biberón, el tercero está durmiendo. De repente, un papá se acerca el culito del niño a la nariz, se ríe, le da un beso en la frente, coge un bolso y se va al baño. En la mesa de las chicas este suceso no pasa desapercibido. Empiezan los comentarios y las risas sobre la habilidad y la duración del cambio de pañal. Para sorpresa de las chicas y mi satisfacción, el papá vuelve en tiempo récord y con un niño sonriente. Afortunadamente las cosas, aunque lentamente, van cambiando. El amor a tu hijo no entiende de género, edad ni otras tonterías. Por cierto, muy bueno lo vuestro, chicos.