Cabalgaba sobre mi mejor camello blanco, perseguido por la tormenta de arena. Todo se iba oscureciendo, los colores se hacían grises. El polvo ya me estaba llenando: me costaba respirar. Mi tumba no sería una duna perdida.

Arranqué el cuchillo de mi cinturón e hice rojo en el blanco pelo de mi jorobado. Aceleró y sentí que escapábamos. Lograríamos llegar a la pacifica Tombuctú.

Me desperté respirando a duras penas: un mal sueño. Estaba cansado, muy cansado. Veintidós de diciembre, la cantinela de todos los años: “nananaá... mil peseeetas”. ¡Qué coño!, si estábamos en puertas del 2020: ¡tarratatá tá... mil eeeuros! Pura ametralladora. Ni pegaba con la nueva moneda. “Todo programado”, me dije, mientras me enfundaba calcetín y calcetín. Finos: en Tombuctú hace calorcito. Avión a las 14h.

-Y si te toca? -, mi optimista flipau.

-Me iré millonario. Nada de fotos con el champán a la puerta de la Administración señalada por la gracia divina. Las mafias te señalan y acaban contigo. Mejor no me cae.

¡Qué gustazo ver Madrid desde arriba hundiéndose en su propia sopa morada! Ya respiraba mejor. Ni rastro de cansancio, caminaba ligero por el pasillo: un astronauta libre de gravedad.

Claro: algo se notará a tres mil pies. Contuve mis ganas de saltar y ver cómo flotaba en la caída. No fuera que me consideraran un peligroso y me reembolsaran al origen.

¡La caricia del calor al salir a lo alto de la escalerilla! Aire seco, limpio. Paisaje infinito ante mis ojos. ¿Alfombra roja? Tan atento a los espacios infinitos, no puse atención a mis pies. La falsa impresión del rojo de un uniforme. ¡Ya tenemos los espejismos del desierto!

Primer despertar en Tombuctú. Había vuelto a soñar que cabalgaba con mi mejor mehari blanco. La tormenta me atrapaba. ¿Existían los sueños segunda parte?, pensé.

No tenía miedo, seguía mi balada programada por el erg: sus dulces formas redondas, sus colores cambiantes, sus...

Acampados en el desierto bajo la enorme jaima de pelo de camello. La luna llena nos regalaba toda su luz en un aire completamente limpio.

Me desperté con el regalo de la luna. Regala, regalo, regalos, resuenan en mi cabeza. El cuerpo me pesaba, apenas podía respirar, no me entraba el aire. Pero el día estaba completamente despejado. Ni rastro de polvo.

-Ningún riesgo de tormenta de arena, me contestó Abdú. Sus dientes blancos brillaban en una piel más oscura que mis sueños. Su rosada lengua espetó:

-Si que el señor está raro hoy. ¿Algún mal interno?

El día siguió como había empezado: tan cerca y tan lejos de mi mar de arenas. Trataba de descubrir las huellas del viento en las laderas de las dunas: esas finas líneas paralelas. En un agotado esfuerzo, las seguí hasta la cima para caer por el otro lado envuelto en polvo. Un pensamiento me detuvo: ese viento que amorosamente esculpe las dunas grano a grano, que les dibuja su atigrado, es el mismo que puede levantar la tormenta de arena. Sofocado, cansado, casi sin respiración, lo tuve que admitir: corras lo que corras, no escaparás de tu tristeza. Vencido, decidí dejar estar a todo mi cuerpo cansado, mis ojos en blanco y negro, mi alma muerta. Luchar contra ello era un problema añadido. Ocultarlo a mi Abdú era imposible y resultaría ridículo. Escuché a mi flipau interno:

“Regalo, regala”. Debía llevar tiempo diciéndolo. Desde que la luna nos regaló, supongo. Mil veces repetido, como la gota malaya, pero por dentro. ¿Dónde pongo el dedo para taponar la filtración?

Mi ojo veía en blanco y negro los colores del atardecer, cuando mi oreja descubría el gorgoteo del té que Abdú vertía en mi vaso. Me lo acerqué, lo olí y, quemándome, lo probé.

Regalo que me hacía mi guía. Entonces fue cuando supuró: una cascada de lágrimas que jamás vio un campamento bereber. Mis ojos encharcados pretendieron ver entre tanta agua salada. Mi reloj-calendario le sacudió un: hoy es 25 de diciembre, día de Olentzero, día de Papá Noel, día de Santa Claus, día de....

Las lágrimas continuaron fluyendo. Eran tantas que empaparon todas las dunas del enorme Sáhara y lo cubrieron. Las arenas húmedas ya nunca podrían levantar una tormenta que me quitara el aire.

Incapaz de entender, pregunté al cielo. Calló, como siempre hace, pero me respondió el viento, que siempre habla, aunque nunca le escuchamos:

-Son las lágrimas de todos los niños-niños y... ¡de todos los niños que callan dentro de los adultos! Son las lágrimas por todo los regalos que no os echaron los Reyes Magos. Lágrimas guardadas: de tus muchas navidades, de los que te rodean y te han rodeado, de tus ancestros.

¡Me quedan once días! Monté mi mejor mehari blanco, muy blanco, y volé a la Navidad, a dar y recibir regalos.

Soy el Rey Baltasar. Me gusta regalar... ¡Cuentos de Navidad!