Comentaba hace unos días sobre la irrefrenable tendencia de las derechas al autoritarismo, al ordeno y mando. Una vez más no me sorprenden sus ejercicios de autoridad, defenestran al señor Alonso y ponen por real decreto al señor Iturgaiz, una reliquia del orejismo aznarista. Y no me sorprenden porque para que todos bailen al son que tocan en Madrid, qué mejor que un acordeonista. Los resabios franquistas los delatan, supongo que recordamos aquello de: “inquebrantable adhesión principios fundamentales”. Y es que aunque, hoy día, la virtud mejor y más valorada en los partidos políticos es la inquebrantable adhesión, en los de las derechas es una virtud sine qua non. Pero hoy quería referirme a otra tendencia de las derechas autoritarias: su afán por la exageración, que llega tan lejos como les permite su imaginación. Afán que las más de las veces degenera en invención. Y este ímpetu hiperbólico no es gratuito, es de lo más interesante, es decir, causa de gran interés: inventando problemas que no existen, agrandando otros, que aunque sí existen no son de la importancia que les atribuyen, excitan los más primarios impulsos de la ciudadanía alimentando prejuicios y así tratan de llevar a cabo su política. Y cuando los problemas que agrandan son de importancia y preocupan a la población, agitan la realidad exagerada para soliviantar a los desfavorecidos, llevarlos a sus filas y, sin embargo, las soluciones que proponen siempre favorecen a las clases pudientes, a las bestias que han alimentado durante décadas, como ese patriotismo de opereta, de la uniformidad intrapeninsular, del ardor guerrero y, eso sí, de la diferencia abismal con el resto del mundo y de la humanidad. Un patriotismo basado en la evasión de impuestos, en la fuga de capitales, en el centralismo, en agitar, exhibir la bandera estatal con tal entusiasmo que les lleva a expresiones tan ridículas como collares y correas rojigualdas para amarrar sus perros, tirantes rojigualdas para sostener el pantalón y en casa. ¡Rojigualdas al balcón! ¡Pura fachada!