No tuvo más juguete que un caballito de cartón que al poco malogró la lluvia y unos gusanos de seda con un puñado de morera. El resto de su infancia no vivida, se la tuvo que fabricar él mismo. El niño que nunca fue se hizo hombre temprano, fabricó soldaditos de plomo, viajó alguna vez de gorra borrando la numeración de los billetes con saliva y nunca dejó de cazar luciérnagas. Puso voz y magia a decenas de películas de dibujos, de aquellas de rulo, en un cinematógrafo manual. Nunca se rindió para seguir luchando. Y hoy, con su eterna compañera sumida en el olvido, sigo viendo una chispa en sus ojos, la que ilumina una avenida entera, o anuncia unos naipes razonables; la de las luciérnagas. Siempre encuentra el lado bueno a la tormenta. Por eso surfea con normalidad estos tiempos tan inciertos. Y es que los ha vivido mucho peores y tenebrosos. Mucho más.