La tristeza es el comienzo de un árbol seco. Las hojas lacias, el tronco arrugado, la sabia no corre por las venas, el resplandor de la vida en brumas, el corazón astillado y los ojos tristes y apagados. Sobre todo en las despedidas de quien sea o de lo que sea, alguien o algo pegado al pecho, al alma como una mano, una mirada o un verso. La tristeza solo es buena cuando la puedes abrazar como un todo, como un suspiro, como una lágrima, como un temblor. La tristeza tiene un componente hermoso de melancolía y de algo parecido al sueño. La playa y la mar son parte de esa música que tienen los cementerios llenos de flores y que te acompañan en la bruma de los caminos. Es el momento de perderse en el recuerdo de otras experiencias, de otros besos, en el resplandor de la noche del universo infinito, que se expande sin pedir permiso, sin buscar ninguna explicación. Respirar hondo, abrir los ojos y uncir la nariz con las gafas de sol, como el yugo a la yunta de bueyes, y tirar p’alante arrastrando la vida con una onza leve de chocolate amargo en la boca; si se puede, sonriendo.