Últimamente se ha hablado y escrito sobre la reducción del horario laboral a cuatro días de la semana, lo cual pone de manifiesto un cambio de sensibilidad y una manera diferente de pensar sobre el empleo, hasta el punto de convertirlo en objeto de controversia por parte de quienes pronostican un futuro mundo feliz sin trabajar. Pese a eso, tal novedad no ha surgido de pronto, sino que se ha ido afianzando con el tiempo merced a hitos de referencia conseguidos en el pasado, como la pausa de un cuarto de hora para el bocadillo de la mañana y los diez minutos vespertinos de la merienda, calificados desde su inicio como beneficiosos para la empresa y de valor irreversible para el trabajador, ya que aumentaban la calidad de la producción y hacían más agradable la jornada laboral; pero nadie imaginaba entonces que la vida se pudiera organizar solamente en torno al ocio y dejar a los robots la ejecución exclusiva de nuestras ocupaciones profesionales y el cumplimiento particular de necesidades básicas. De ahí que sea necesario usar la palabra ocio con cautela por ser un término cuyos significados añadidos oscurecen el suyo propio, pues de ser un privilegio tradicionalmente asociado a una minoría, se ha convertido, por la vana ilusión del consumo, el culto al perfeccionamiento del cuerpo y el asedio de la publicidad, en la aspiración de la mayoría. De todas formas, sería una temeridad creer que el ser humano pueda liberarse enteramente del trabajo obligado y consagrar todo su tiempo a sí mismo para cultivar su personalidad. Con lo cual, y aunque las alusiones iniciales de este escrito hayan sido acogidas con ostensible alegría, creo que si se preguntara al asalariado medio qué prefiere más: un aumento de sus ingresos o la disminución de horas de trabajo, optaría por lo primero y dedicaría su tiempo sobrante a alternativas suplementarias remuneradas, puesto que a un empleado tradicional, poco acostumbrado a disfrutar de su tiempo libre, le preocupa sobremanera coronar airoso el fin de mes y mejorar su nivel de vida.