Nos quejamos de que no nos dejan echar un pote y un pincho en el bar, un vermut o un gintonic; mientras, ella no ha comido desde hace tres días y se le han secado los pechos y no puede dar leche a su bebé, que se está muriendo con los ojos hundidos por falta de leche materna. Y así millones, hoy, ayer y mañana. Y el mundo no se hunde de rabia y asco. La pandemia nos ha enseñado muchas cosas. Sobre todo una: que hay que cambiar de modo de vivir. Que mientras tiramos la casa por la ventana, andamos locos por viajar a todo trapo, muchos no tienen vacunas ni lentejas o garbanzos que echarse al coleto. Que mientras los ricos se hacen ricos y más ricos, y algunos asquerosamente ricos porque los que mandan trabajan para ellos, ella y muchas como ella, mueren de hambre de verdad, de la que mata. Hay que presionar sin piedad a los gobiernos, del signo que sean, para que los paraísos fiscales paguen la pandemia, la hambruna y las escuelas y universidades. Y todavía sobrará para que sufran de gota los que se escapan con el dinero de todos. Están en su derecho. Y los políticos mucho lirili y poco lerele. Son a ellos a los que les hemos otorgado el poder de solucionarlo. Al tajo.