Ha fallecido. 95 años. Una semana para que la familia pudiéramos abrazarlo, para que le habláramos. Él en su antesala a la oscuridad recogía el calor que había sembrado. Nuestras lágrimas por su despedida se escondían en los pañuelos que su hija, mi cuñada, había dejado de forma casual, o no tanto. Se fue rodeado de tanto amor esa madrugada del sábado, sujeto a la cálida mano de sus hijos y nietos, dejándonos un agujero por su ausencia y una serenidad asombrosa por su despedida.Hace un año, su compañera de toda la vida, hizo el mismo viaje con la soledad que esta maldita pandemia imperó. Marchó también rodeada de una vida plena de familia, pero nosotros no pudimos darle ni la mano, ni el beso, ni las palabras de una despedida. Hemos sentido el reconfortante apoyo de nuestros familiares y amigos a lo largo del sepelio. Nuestras piernas se agarraban a la tierra mientras nuestro corazón estaba dentro de esa caja que albergaba el cuerpo de nuestro ser amado. En el cementerio, el cura bendijo su alma envuelto en un día gris. Los nietos habían preparado unas palabras que habían salido desde lo más profundo de su ser. La emoción impedía que fueran leídas ante todos los presentes pero había necesidad de que fueran transmitidas dentro de nuestro círculo familiar. Entrar en la sala. Otra vez la situación. Solo 10. Acompañar al féretro hasta el final inevitable era necesario porque todo momento es válido cuando no te quieres separar de tu ser querido. "No cerréis las cortinas, por favor€ solo un momento". Somos los últimos. No hay más. Danos un minuto de tiempo. Y un no burocrático por respuesta. Entre lágrimas e impotencia leímos ese escrito en la ante puerta de la salida de la sala. Miré al joven presbítero que asistía a la escena y sentí compasión en sus ojos. Lejana a la fría realidad que mostraba el funcionario responsable. Pensé en la tristeza que me producía ese puesto porque para mí es imposible no empatizar con el dolor de los otros. ¿Acaso puedes endurecerte ante el sufrimiento?A la mañana siguiente volvimos a por sus cenizas. Fuimos acompañados por otro trabajador que nos ayudó a depositarlas junto a su esposa. Perdió un minuto de su vida para que nos despidiéramos. Cerró la losa y sentí ganas de abrazarlo cuando cogió las flores que teníamos temblorosas en nuestras manos y las sujetó con fuerza y mimo. Debajo de un oficio no olvidemos que siempre está nuestra persona. Si nos sentimos bien cuando tenemos alegría y dolor y nos reconfortan, debemos hacer lo mismo cuando lo sienten los demás.