Adoro el fuego, por supuesto controlado, no esa llama que se traga todo lo que pilla de por medio dejando desolación y dolor. Una pequeña hoguera con palos del bosque en el espacio abierto, con millones de estrellas encima y sentados alrededor en conversación con los viejos de la tribu, es la otra orilla del éxtasis esta noche. Mañana con la familia; al otro con los amigos, que se queman la lengua con las brasas del secreto. Otro día con los que están en vísperas de la vejez. A todos les saltan las astillas del corazón ante la luz y la magia del fuego sagrado, de los palos secos ardiendo, de la hoguera. Hablan de los bosques incendiados y del más que manoseado cambio climático actual. Todo el Sur de Europa mediterránea arde. El norte de África, que posee en la práctica la misma vegetación, no. La diferencia está en que en África todavía sus habitantes no han abandonado el campo ni el bosque y lo cuidan. Y así, una a una, van cayendo las exquisiteces de la miseria humana, que dejan el corazón ácido. También se baila alrededor del fuego con los pies descalzos o calzados para evitar que la memoria se vuelva triste con el hondo rumor de los huesos.