ue a comprar al mercado, pero el producto habitual ya no lo tenía, que venía de más allá de los mares y esos ultramarinos ya no se vendían porque los barcos estaban llenos, todos demandaban género y chinos o americanos se llevaban los productos con sus buenos dineros, que acá no los había parecidos. Como en China se consumía cada vez más, como en Europa volvían a comprar sin moderación, ya no había materia prima, ni hermana madera, ni tío papel, ni abuela de cobre o hierro. Todo era devorado por las fábricas y luego por los mercados internacionales. La pandemia hizo que algunos ahorrasen porque no podían salir de vacaciones, menguados los viajes, ni ir a los restaurantes; ahora consumían lo que les echasen.

Entonces renunció al foráneo capricho y se fue a la carnicería del vecino, donde vendían la leche de cabra y las morcillas del tío Paquito, pero lo habían prohibido, todo era imposible, ni lo lejano ni lo próximo. Se enojó, pues “por su seguridad”, por “higiene”, dijo, “en esta dictadura que cada vez es más férrea, se impone lo que los burócratas designan, prohibiendo lo que consideren maligno, aunque se haya ido haciendo desde hace siglos, como la matanza en casa, la cría de gallinas y la venta de huevos nuevos, la leche fresca recién salida de la vaca... Todo lo van prohibiendo. Hasta los árboles más hermosos de nuestros parques, los más antiguos, son talados porque dicen que están enfermos. Enfermos están los que eso dicen, pensó para sus adentros, que ya ni por un parquecillo pasear podemos porque si hace viento una rama podría caerse... Las leyes cada vez son más restrictivas, todo es más complicado y aumentan los líos...”.

Habló con el cabrero al salir. Cada vez -se quejaba- eran menos y los hijos ya no iban a seguir la tradición laboral que venía de los abuelos de sus abuelos, les pedían muchos papeles, muchos requisitos para vender cabritos, leche o queso... Y los precios..., los precios eran los mismos que hacía veinte años. Eran otros los que ganaban: mercados, restaurantes... Y el pienso, las medicinas para el ganado, los veterinarios, los aparatos para mantener el producto en buenas condiciones, cada vez más caros y siempre a cargo del ganadero que ya se sentía más un perdedero. Así que otro puesto de trabajo que se perdería, y menos gente en el pueblo, que la despoblación crecía y los administrativos no ponían arreglo al lío. A este paso hará falta un carné de identidad para cada frutal, para cada olivo, para la parra, y un registro de vacunas para piojos, digo... Era más barato comprar lejos que en casa. Decían: había que hacer retornar la industria a Europa, que no podían seguir dependiendo de los extranjeros, ¿y nosotros? Veremos.