l mundo mundo sigue insistente sonando en su caracola de dolor, dejando una estela de desánimo ante la cíclica y triste melodía que suena reiterativa en las cotidianas estrofas de la vida.

Olvidamos que somos una humanidad con vocación de ceniza. Hay quien se calcina en el amor, bello incendio llameante de la vida, dejando sus cenizas un permanente recuerdo de luz. Hay quien se calcina sumergido en las llamas de lo más miserable de la existencia, provocando guerras, propiciando odio, desamor y oscuridad; derramando sus cenizas una negra e indeseable toxicidad como única herencia.

La invasión rusa de Ucrania está alejando, día tras día, los sueños de una vida acomodada en la paz, ante la crudeza de la guerra que trae un horizonte de sufrimiento e incertidumbre. La crueldad del asedio genera nostalgia y melancolía, resquebrajándose un modo de vivir y mostrando el abismo del que emana el miedo. Hay un escalofrío de soledad, pese a las manos amigas de Europa, cuando se acepta que el que está muerto está muerto. Miles de seres humanos sienten caer en su alma una nieve fría y ligera; es duro y admirable mostrar entereza y ánimo para seguir con los vivos. Las cualidades de la heroicidad están presentes en la sociedad ucraniana. Lo mucho o poco que tenían lo están perdiendo en esta tierra embebida por la tragedia. La mayor verdad de una guerra son sus muertos y el espectro permanente que llevarán dentro los que la han vivido.

Llega la primavera y con ella el deseo de bailar descalzos, respirar y celebrar la vida. Pero en Ucrania esta primavera nace muerta entre los muertos y las vidas rotas, porque la muerte no se conforma con sus víctimas y aniquila la felicidad de los vivos, la inocente infancia de los niños y el futuro de tantos seres que, entre sentimientos de sufrimiento y desarraigo, ven y padecen lo que nunca debieron ver ni padecer, y en cuyas palabras no cabe todo el dolor que hay en sus miradas.

Cuando la lucidez nos muestra la esencia del concepto de paz, vemos que el ser humano no pide mucho más a la vida que amar y ser amado, sin que la violencia se lo arrebate. La humanidad sabe mostrar serenidad y dignidad ante las tragedias inevitables, propias de la existencia, no causadas por el hombre. Hemos visto conmoverse a la sociedad proporcionando un cálido manantial de ayuda, y cuando la sociedad se conmueve se vuelve más hermosa.

Puede que en los delirantes sueños de Vladímir Putin exista una añoranza esquizofrénica de una Rusia zarista de noches oscuras con gatos embarrados y en celo. Bienestar, dignidad y cultura están bajo la intervención de los sueños totalitarios de Putin, convertido en un líder que intenta recuperar el prestigio internacional mediante la fuerza militar. Este oscuro ex jefe del KGB hunde sus raíces en el antiguo régimen, manteniendo ante el pueblo una burda imitación del juego democrático. “La diferencia entre la democracia y la democracia soberana es la que hay entre una camisa y una camisa de fuerza” (Timothy Garton Ash). Una sociedad rusa, bien informada y sin miedo, rechazaría mayoritariamente la invasión de Ucrania. El establishment propicia una información de opúsculos históricos manejados con férrea censura y manipulación, privando al pueblo de un conocimiento mínimamente omnisciente de su propia realidad, verosimilitud y coherencia.

En pleno siglo XXI estamos presenciando un genocidio por el que Putin debiera terminar en la Corte Penal Internacional. Esta guerra pone en cuestión nuestros valores y el propio futuro de la humanidad. Es esencial priorizar una educación universalista abierta en valores, procurando estar por encima del despiadado humanismo de la técnica, buscando un mundo en el que resulte muy difícil ver emerger siniestros líderes que terminan dinamitando la vida en armonía.

La historia nos está haciendo escépticos hasta llevarnos a pensar que luchamos por una utopía, pero es ineludible asumir nuestra implicación en esta lucha o dejaremos de ser humanos.