Desde que Isabel II realizó su primera aparición pública en solitario en una visita a la Guardia de Granaderos, con solo 16 años, han pasado casi ocho décadas hasta su muerte. Durante todo este tiempo en el que ha sido reina durante 70 años, no faltaron las crisis políticas y económicas en medio de la pérdida de influencia en la que se fue diluyendo el sello imperial británico. Isabel II no tuvo más remedio que renunciar a antiguas colonias mediante una transición al autogobierno. Rhodesia declaró unilateralmente la independencia en 1965 y hasta 16 países de la Commonwealth se convirtieron en repúblicas, entre ellos Pakistán, que ya no pertenece a esta mancomunidad.

Pakistán e India protagonizaron la trágica partición tras independizarse de los británicos. El colonialismo en retirada produjo la hambruna de Bengala de 1943, una de las varias ocurridas durante la administración de la Corona británica que impuso el racismo institucional y provocó la muerte de alrededor de 3 millones de bengalíes por inanición. El pulso entre hindúes y musulmanes tras la partición del país derivó en un genocidio religioso en 1947, que acabó con la vida de cerca de dos millones de indios-pakistaníes. Los intereses indios de mantener una sola nación, con Gandhi al frente, se truncaron cuando los ingleses apostaron por las demandas musulmanas y ejecutaron la partición del país manu militari antes de abandonar la zona como potencia colonial dejando un nuevo desastre tras ellos.

Cierto es que Isabel II llegó a ser reina poco tiempo después, con su primera década real marcada por la descolonización y el final violento del imperio británico en África y Asia. El proceso de la independencia de la India es un buen ejemplo del desenlace terrible tras doscientos años de saqueo británico a sangre y fuego, a la que se había llamado “la joya de la Corona”. Bien merecía alguna disculpa tras el erial que dejo la huella colonial. Pero jamás lo hizo nadie, tampoco Isabel II, más allá de algunas referencias genéricas y vacías en nombre del Estado británico por las matanzas realizadas. La línea oficial británica siempre fue la misma: negar la responsabilidad de la opresión y violencia sufrida por esos pueblos y afirmar que el imperio había dejado atrás un legado de progreso y buena administración en esas naciones. Ahora se le atribuye y pondera a la reina fallecida todo tipo de loas, pero lo cierto es que mantuvo su corona desde la defensa del colonialismo con su retórica sobre el destino común de Gran Bretaña y sus antiguas colonias, como si nada grave hubiera ocurrido por causa británica, por ejemplo en Pakistán.

Señalo especialmente a Pakistán porque la intensidad informativa descomunal que hemos soportado con la muerte de Isabel II centrada en resaltar a la reina casi perfecta –no le perdonan que el peñón de Gibraltar siga siendo británico– y en los fastos de su despedida imperial, han coincidido con una tragedia que las agencias de noticias han preferido minimizar. No han querido mirar a Pakistán, donde las inundaciones golpean la zona desde mediados de junio con más de 1.400 muertos y 13.000 heridos, a lo que hay que añadir a 33 millones de personas afectadas en el país por las repentinas lluvias e inundaciones, de las cuales, atención, casi 700.000 personas siguen viviendo en campamentos de acogida. El Gobierno paquistaní estima en 10.000 millones de dólares los daños causados. La presencia del secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres pidiendo solidaridad internacional, tampoco ha acaparado titulares informativos.

El despliegue informativo en torno a la muerte de Isabel II se ha enfocado claramente en su papel estadista sin referirse apenas a las sombras, exceptuando el grano que le supuso Lady Di que tan mal sobrellevó. No he sido capaz de encontrar referencias en las crónicas necrológicas sobre su mentalidad colonialista, su falta absoluta de empatía con los disparates británicos en las colonias ni tampoco, claro, alguna conexión informativa con esa parte que fue de su imperio –Pakistán– y la tragedia ecológica y humanitaria que ha ocurrido en paralelo con la muerte de Isabel II.

¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es posible digerir semejante desproporción informativa? ¿Por qué priman solo las alabanzas a Isabel II, con la trastienda hedionda que aceptó su reinado? Cuidado con aposentarnos en la indiferencia y banalizar tragedias como las de Pakistán y la dictadura colonial del Reino Unido, cuya última reina se permitió añorar en público; aunque ella no le llamó dictadura colonial, claro. Algunos pensarán que todo este despliegue informativo, tan de parte, ha sido beneficioso para las monarquías. Yo, en cambio, no encuentro esas buenas razones.