Para muchos historiadores Jon Oria fue un experto en el siglo XVI y en la figura de Margarita de Navarra, sobre la que, en 1981, realizó una tesis en la universidad de Cambridge titulada Misticismo y simbología en la obra de Margarita de Navarra. Durante varias décadas vivió y realizó sus investigaciones en Inglaterra, en las universidades de Nottingham, Oxford, Londres y Cambridge, lo que le permitió mantener la suficiente distancia como para disfrutar únicamente con los hallazgos sin verse sometido a las pesadas cargas que impone la meritocracia. Eso le alejó de trámites y convencionalismos y le posibilitó hacer valiosas aportaciones desde el difícil posicionamiento de la independencia y la libertad. También le permitió gozar descubriendo cómo Shakespeare había escrito que “Navarra shall be the wonder of the world” (Navarra será la maravilla del mundo), una frase tantas veces repetida posteriormente en nuestro contexto, y que para él no era sino la constatación de que el objeto de muchos de sus estudios realmente merecía la pena. Parece ser que el escritor inglés mostró su asombro por la Navarra del siglo XVI, por donde viajó en su juventud y lo dejó plasmado en una obra de juventud titulada Trabajos de amor perdidos.

Jon Oria estudió Filosofía, era historiador, dominaba las lenguas clásicas y hablaba otros seis idiomas, escribió cientos de artículos y publicó varios libros. Su faceta artística la desarrolló en el territorio del grabado y de la cerámica y siempre mantuvo, como también hicieron otros, que la utopía se había quedado en el siglo XVI, quizás por eso eligió estudiar a Margarita de Navarra, que le permitía soñar con otra realidad: “La utopía renacentista que se había creado en la Corte de Margarita de Navarra estaba basada en el mito de un mundo mejor, en el paraíso de paz y bienestar”, escribió.

Sin embargo, además de todo lo apuntado en los dos párrafos anteriores, para mí, y para muchos amigos, Jon Oria era el tío Jon. Un hombre iconoclasta, heterodoxo y alejado de las rutinas y los lugares comunes. Jon nació en Estella y su padre regentaba un bar en la plaza de Santiago, pero él dedicó su vida al estudio, a viajar, aprender idiomas, conocer gente, investigar y divulgar lo aprendido. Incansable, vitalista, no era posible detener la rapidez de su pensamiento tratando de dirigirlo hacia los problemas de la vida cotidiana. No puedo imaginarlo hablando de nada de lo que puede aparecer en el orden del día de cualquier informativo, pero sí de las anécdotas de la corte de Margarita de Navarra, del humor que derrochaban los cuentos del Heptamerón, de la azarosa vida del Príncipe de Viana o de la simbología de escudos y grabados.

Pensaba que su exagerado optimismo se le pasaría con los años, pero llegó a los 85 y seguía riéndose a carcajadas, enfadándose con la realidad solo hasta que surgía un nuevo proyecto y rastreando incansable en archivos y bibliotecas. Jon tenía la capacidad de contagiar su entusiasmo y de meterte en un torbellino de ideas que podrían seguir revoloteando en tu cabeza una vez que él ya estaba lejos.

La última vez que nos vimos en Torrevieja, su refugio durante sus últimos años, visitamos Cartagena y subimos hasta un mirador desde donde se veía el teatro y el mar, simplemente por el placer de ver una vez más aquel prodigio construido por los romanos que él había visitado tantas veces. Luego, desde la distancia, seguimos comunicándonos a menudo por teléfono. Recuerdo que en una de aquellas conversaciones me habló de su preocupación por el pensamiento de Plotino, por la unicidad de donde surge todo tipo de inteligencia. Pensé en la dificultad de supervivencia de la unicidad con todo el ruido ambiental que nos rodea y también en la fortuna de tener cerca a alguien a quien le preocuparan todo tipo de dilemas y paradojas.

Jon Oria tenía la capacidad de tejer y fundamentar teorías y averiguaciones sin dejar que el pensamiento establecido condicionara sus hallazgos. Por eso me alegré y agradecí que hace unas semanas desde Irujo Etxea expusieran su interés para que en la casa familiar de la plaza Santiago, la misma plaza donde también nació Manuel de Irujo, se colocara una placa recordándole. Me pregunto cómo me hubiera contado él esa noticia.