Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Cesare Pavese)

Es tiempo de crisantemos, de visitar los cementerios y de volver la mirada, sensible y respetuosa, hacia quienes nos dejaron un hueco de amor y dolor con esa simbiosis que contiene la tragicomedia de la vida. Al humano moderno, tan antropocéntrico, convencido de ser el rey de la creación, le resulta difícil aceptar su finitud. Según Schopenhauer, “exigir la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el infinito”.

En Los Idus de Marzo, de Thornton Wilder, podemos leer el fragmento de una carta dirigida a un amigo y atribuida a Julio César: “ahora puedo distinguir fácilmente a aquellos que aún no han previsto su muerte. Me doy cuenta de que aún no son más que niños. Piensan que si evitan su contemplación intensifican el sabor de la vida. Es justamente al contrario: solo los que aceptan la futura inexistencia son capaces de loar al sol”. Caminamos sin comprender la existencia deslumbrados por la fuerza de la vida en la que la muerte no tiene fecha, y la ignoramos como si no existiera dándole confiadamente la mano al tiempo. Pero el tiempo es un prófugo infiel que siempre nos abandona y nos deja en el precipicio de la melancolía, de la que es preciso apartarse para que no devore la alegre juventud del espíritu ni se vea éste arrastrado por el inasible sentimiento que nos lleva, inútilmente, en busca de ese tiempo perdido que narraba Proust y que forma parte, desde nuestro nacimiento, de un mundo simbiótico de vínculos emocionales. Tan solo podemos dar la mano al amor para atravesar la existencia y sus vicisitudes. Con frecuencia abandonamos el mundo sin haber disfrutado todos sus matices de belleza. El arte de vivir, y el arte en general, debiera de ser parte principal de la conciencia de un país y de su armonía de vida. Aquellos que en su actitud anímica desarrollan tenacidad y clarividencia son en la vida espectadores privilegiados de primera fila ante el prometedor espectáculo que se inicia al nacer. Se puede vivir con miedo constante a la vida, que conlleva autodestrucción, o entregándose con pasión a la gran aventura de la existencia, aceptando nuestros límites, reconciliándonos con la naturaleza y viendo la muerte como algo innato, siendo conscientes de que la idea de una cierta insignificancia resulta imprescindible, como apólogo, para aceptar nuestra marcha con serenidad, como destino final de todo ser. La vida es un espejismo de luz que huye de la oscuridad durante un tiempo. A vosotros, queridos muertos, queremos rendiros cuentas, no sin sonrojo, sobre la sociedad por la que luchasteis en la que, tristemente, está presente una involución de nuestros valores. Vivimos en un mundo cuyo modelo económico y político propicia la irracional acumulación de la riqueza en pocas manos. El pragmatismo crece a tal ritmo que terminaremos regalando berzas como flores nutritivas y sostenibles. Quienes comercian, coaccionan, calumnian y difaman, mancillando la libertad de los otros, siguen estando presentes, siguen violentando a una mujer o lapidando a un semejante con sus lenguas ácidas, y nuestra conciencia está más en el ojo de la cerradura que en la valentía limpia y honesta del vivir colectivo. Nos dejasteis como herencia de vuestro esfuerzo la asombrosa riqueza de hombres que dio a España la transición, nada más morir Franco, quitando sombras fantasmales a la sociedad y pegando el necesario y urgente estirón de libertades. Ahora toda una progresía ilustrada se nos vuelve hacia un despotismo moralista enfundado en la insinceridad, y, a costa de envilecer la democracia, están devolviendo esta sociedad a los albañales de la dictadura, sin que la opacidad de sus conciencias les alerte del peligro. La política y la religión aportan doctrinas que hay que suscribir; el valor, la felicidad, el salario o la justicia son sus fines secundarios. El pecado, como la materia, se transforma: pecado es no desclasificar a tiempo unos informes, confundir la transparencia con el fisgue malicioso y dejar que la libertad la manipulen los carceleros de las ideas. No logramos descartar los juicios de valor, en detrimento de los juicios de hecho. Vivimos un tiempo de tecnología lisérgica que secuestra el tiempo de reflexión en el que hay escasa cabida para la prensa, la literatura, la poesía o las tertulias. Se impone la mediocridad de una cultura inconexa que nada entre el cardumen de los móviles y la maldición de la entropía cultural. Una parte de la desorientada sociedad clama, como Ivan Karamazov, el “todo está permitido”, no como grito de liberación sino como una desolada y amarga constatación ante la difuminación de un Dios que daba sentido a la vida. Todas las morales se basan en la idea de que los actos tienen consecuencias que los hacen o no legítimos. Recurrimos a las religiones y a la filosofía buscando explicaciones de consuelo frente al sentido trascendentalista de la muerte. Pese a comprender que la muerte es un fenómeno natural, nos duele aceptarlo como parte de la conducta humana, ante el sufrimiento que conlleva la pérdida de nuestra vida y la de los seres que amamos. Creer en la existencia de otra vida siempre fue un recurso para ahuyentar el temor y angustia de nuestra transitoriedad. La mayor capacidad cerebral de los humanos para forjar sentimientos de resistencia y su aptitud para crear mitos de consuelo ante lo desconocido albergan el germen de la religión. El soplo de las vidas humanas ha de generar el cálido ambiente que propicie el milagro fáustico de amar con intensidad los matices de la vida. A veces, en un relámpago, podemos sentir con asombro la grandeza del espíritu humano, capaz de iluminar este desierto de desasosiegos en un alarde de libertad. Los cementerios, esos últimos reductos de rebeldía ante la muerte, esperan en estos días nuestras visitas y reflexiones.

Con vosotros, queridos muertos, aprendimos que haber sido amados y haber amado constituyen la esencia de nuestra existencia y las únicas raíces de nuestra posteridad.