Un día que llevaba una pequeña mancha en mi camisa, tomé mi espray quitamanchas de siempre y dibujé una redonda luna llena en el cielo de la prenda. Esperé a que se volviese polvo blanco, lo cepillé con esmero para convertirlo en nube y luego la soplé para ayudarle a remontar el vuelo. Entonces se me ocurrió una idea: en el cielo de mi pecho desnudo, a la altura del corazón, proyecté tres lunas en las zonas en las que yo pienso que se quedaron para siempre las manchas más incómodas que mi memoria me recuerda cuando me quiere fastidiar. Después de que el frío elemento se fraguó sobre mi piel dejando tres parches enharinados, con enérgica resolución cepillé ese polvo reparador pretendiendo que arrastrara los recuerdos que durante toda la vida se agarraron con saña al otro lado de la frontera de la piel, a lomos del corazón. El cepillado dejó una intensa mancha roja sobre la piel y pensé que se quedaría para siempre. Enseñaría a los demás precisamente lo que yo pretendía ocultar. Sin embargo, un mes más tarde se había esfumado la marca roja y apenas me molestaba la conciencia cuando mi memoria me lo recordaba. No imagino qué mecanismos inventó mi cabeza para que lo impensable se pudiera pensar. Medité patentar la idea reforzándola con aportaciones tipo placebo. El pack resultó espectacular. A modo de experimento se lo ofrecí a un político amigo para que lo probara de manera totalmente gratuita. No sé qué parte de la sugestión se quedó para él sin compensarme por ello, pero le fue muy bien. Ahora va por su cuenta. Sale en la tele con su sonrisa que abre mucho camino aunque su discurso siga siendo circular, sin argumentos. No dice absolutamente nada y la gente le sigue dando su atención. "Creo que con el tiempo nos merecemos poder prescindir de los políticos", leí decir en un libro a Jorge Luis Borges. Ahora eso ya no es posible. Por mi culpa. Porque la mayoría de los compañeros de profesión de mi amigo el político utilizan el mismo método y les funciona. Les anestesia el sufrimiento que produce faltar a la verdad. La mayoría suspende ante la valoración popular pero no abandonan. Sin remordimientos, incluso hay quien se ha vuelto arrogante. Todas esas suposiciones se me desmoronaron al leer el testimonio de Mikel Buil García en este periódico. Porque parece confrontar con la vocación política llena de egos y acomodos, me desarmó su anhelo de disfrutar de lo pequeño, que es una inmejorable estiba para dar sentido a la vida. Pensé que solo se van los buenos políticos; que una golondrina no hace verano; que es la excepción de la regla; que quién se atreve a tirar la primera piedra. Ahora ya no digo nada. Creo que esta digresión es un efecto secundario de mi quitamanchas.