Fui yo quien colocó hace 2.100 años esa mano en la puerta de la casa de mi madre. La que tuvo que dejar aquel hogar y huir precipitadamente de madrugada. Vi arder los lugares que nos habían dado cobijo durante largo tiempo, a nosotros y a los que nos precedieron mucho tiempo atrás. Fui yo quien dio el aviso cuando llegaron los soldados romanos con sus flechas incendiarias. Las vi volar ciegas hasta nuestros techos que se encendieron en la noche. Las paredes de adobe también cedieron…

Nos gritaron: –¡Vascones! ¡Abandonad vuestras casas y monedas, vuestros rebaños y comida!–. ¿Por qué nos expulsaban de esa manera? Entendíamos algo de su lengua, pero les comprendimos mejor por sus expresiones de odio e ira al mirarnos. Daban voces y gritaban: ¡Quintus Sertorius... ! No les comprendíamos...

Corrí con mis hijas y otros vecinos, pero a mi compañero lo atraparon y ladera abajo le rompieron a patadas y puñetazos. Ojalá, tal vez un día, en una de vuestras excavaciones lo encontréis floreciendo en la tierra...

Había colocado aquella mano protectora de bronce en la puerta de entrada de la casa de mi madre, para que los malos espíritus no pudieran entrar en ella. Para que no la llenaran de oscuridad y tristeza. Pero olvidé que a quien más teníamos que temer era a aquellos hombres llegados de lejos, con sus armaduras y sus lanzas. Que batallaban en nuestra tierra por el poder de su gran imperio romano. Nuevamente llegó la guerra y la destrucción a nuestras comunidades y a nuestras vidas. Pensábamos que en lo alto de este monte, sagrado para nosotros, viviríamos por fin tranquilos. Tuvimos que haber hecho como otros, haber subido más al norte, a mayor altura, donde los crómlech construidos por nuestros antepasados nos protegen.

Esa mano de bronce me la había regalado un viejo amigo comerciante, que mediante símbolos era capaz de plasmar en una superficie lo que sentíamos. Vivía cerca, pero en tierras más llanas. Me contó que aquello que él llamaba escritura se lo había enseñado hacer un poblador de tierras más al sureste, con el que intercambiaba cebada por corderos. Me contó que aquella escritura se había ido extendiendo río arriba desde donde acaba el gran río Hiber (Ebro). Le enseñó esa escritura por el aprecio que tenía a las gentes que vivíamos en el llano y cerca de las montañas. Porque sabía que allí era donde residían los dioses antiguos que le protegían. Decía que en estas, nuestras altas tierras. la magia existía.

Después de aquel asalto a nuestro poblado nos refugiamos de nuevo más arriba, entre los valles altos, como ya lo habían hecho anteriormente nuestros ancestros. Donde, desde siempre, hemos sabido que es más fácil defenderse. Y si también llegasen hasta aquí con sus disputas de poder y guerras, pasaremos rápido al otro lado de las grandes montañas, donde nos esperan los aquitanos, nuestros hermanos de sangre y lengua. Muchos de los nuestros se quedaron en el llano. Desde allí nos ayudaron y nosotros desde aquí les protegimos.

Aquí nos quedaremos tal vez siglos, hasta que los invasores y los imperios se vayan.

Pero recordad que nuestra madriguera está en las montañas, aquí es donde todo se guarda.

Que vi arder la casa de mi madre, pero de nuevo coloqué una mano protectora de bronce en la puerta de la casa de mis hijas.