“No hemos venido a este mundo solo para ser felices”, escribió Vicent van Gogh. ¿Pero quién se fía de un loco que se ha cortado una oreja aunque sea por una enfermedad nerviosa que en algún momento le hizo sentirse toro y torero al mismo tiempo? Una persona que le pide una pistola a su médico para ahuyentar los pájaros que no le dejaban pintar y acaba confundiendo el aleteo con los latidos de su propio corazón. ¿Recuerdan el perro grandote que moviendo su peluda cola hacía cosquillas dentro de su pecho a un personaje de un cuento de García Márquez? Algo similar le debióde suceder al pintor de Los Girasoles. Vio los pájaros revoloteando y sintió por dentro un alegre cosquilleo que luego fue a más y se le hizo insoportable. Era como si se le hubiese colado dentro uno de los pájaros. Cuanto más restregaba el pincel contra el azul cobalto de su paleta, más dolorosa era la caricia persistente de las alas que creía llevar dentro. Así que soltó el pincel y tomó la pistola. Se concentró en el aleteo interior. Con el dedo índice presionó en su pecho para detectar la exacta agitación del ruido de plumas, acercó el cañón de la pistola y disparó.
Otro loco, siglos más tarde, empujado por su particular locura se perpetuó previamente en el poder retorciendo las leyes como lo haría cualquier dictador. Después, como un nuevo Caín renacido, puso el dedo índice en el mapa, justo encima del corazón de su entrañable país hermano, y con el pretexto de haber escuchado ruidos de plumas, disparó aprovechando un simulacro de maniobras militares.
En los años 60 del siglo anterior Bob Dylan, como un moderno Nostradamus, aunque en lugar de leer las profecías en las estrellas lo hacía en las notas de la escala musical, nos cantó el futuro. Nos dijo que oyó rugir una ola que podría ahogar al mundo entero sin saber que ahogaba con virus y con las manos de la inflación en las gargantas de la gente a fin de mes. Y escuchó una advertencia en un trueno como si lo hubiesen producido tambores de guerra, ya que en inglés advertir es guerra si se pierde o no se lee la ene final. Y también oyó a diez mil tamborileros cuyas manos estaban llenas de sangre. Todo esto lo escuchó preguntando a su hijo de ojos azules y a su cariñosa hija. Para nuestra esperanza en mitad de la canción se reunieron con una niña que les dio un arcoíris, ese tesoro de colores al que Borges llamó “los colores del perdón”.
Para mí que las guerras las cargan los cuerdos y las disparan los locos, como pasó en la Segunda Guerra Mundial. Seguro que sí, porque no me creo que cualquier hombre solo, por muy solo que esté, sea capaz de mover toda una montaña de horror. Como mucho, podría mover la pequeña montaña que se habría inventado dentro de su propio corazón, hecho de piedra y más piedra.