Es la mejor de las fiestas, es la peor de las fiestas. Es la fiesta de la alegría y también de los excesos. La fiesta de los encuentros y la de los desencuentros; la de los gigantes y la del alcohol y otras drogas presentes en cada esquina. En dos palabras, San Fermín.

San Fermín es la fiesta donde nos reencontramos cada año con nuestra gente, con la gente que vive lejos, pero también la que vive a unas pocas calles. La fiesta donde nos saludamos, nos abrazamos, nos preocupamos por esas personas que llevamos tiempo sin ver y donde nos cuidamos mutuamente. Una fiesta que viene llena de recuerdos imborrables, como pasear de la mano o a hombros para ver a los gigantes. O cambiando los roles cuando la familia crece y cargando con alguien sobre nuestra espalda, con calor y el pañuelo apretando el cuello, mientras se persigue a Braulia. Son los fuegos, los conciertos, las barracas y la música en todas partes. Son la expresión colectiva de un sentimiento que une a las personas, vengan de donde vengan, que se visten de blanco y rojo entre el 6 y el 14 de julio.

Sin embargo, hay quien, consciente o inconscientemente, no puede separar esta fiesta del consumo excesivo de drogas. Y sí, entre las drogas está el alcohol, aunque sea legal. El exceso de alcohol y otras sustancias lleva a los Sanfermines hacia el botellódromo a escala de ciudad. Nos conduce a esa gente que huye de Pamplona porque no quiere aguantar borracheras por todas partes. A problemas de convivencia, pérdidas de control, discusiones, agresiones físicas y algo en lo que por suerte hemos puesto el foco en los últimos años, en agresiones sexuales que manchan de forma indeleble nuestra fiesta.

Esos excesos nos hacen daño. Nos dañan física y emocionalmente. Dañan a la gente con la que estamos, a la que queremos y apreciamos. Los excesos nos pueden llevar a las pérdidas de control, a la discusión, a faltarnos al respeto y rasgamos en un “mal beber” esa relación de cariño que día a día hemos construido con la gente que apreciamos. Hacemos daño a nuestros seres queridos; a nuestras parejas, a nuestras madres y padres, a nuestros hijos e hijas. Todos conocemos a alguien de “mal beber”, que cuando lleva un rato bebiendo en un vermú se vuelve incómodo primero, desagradable después y acaba siendo faltón e incluso problemático. Que cuando es un ser querido nos hace sentirnos mal, pasar vergüenza o sentir lástima. Cabe la posibilidad, si nos miramos sinceramente en el espejo, que seamos esa persona de “mal beber”. Si conseguimos esa mirada sincera es posible que nos encontremos ante un gran paso para nuestro bienestar futuro.

Es el momento para abrir una reflexión en profundidad. ¿Es la gente la que construye los Sanfermines? ¿O es algo que se hace solo? ¿Se construyen o solamente se asiste? Si crees que San Fermín es una fiesta construida por cada persona que participa en ella, entonces el futuro de la fiesta está en nuestra mano. Nuestra actitud hacia el consumo excesivo, empezando por el propio, puede ser otra. Podemos demostrar que hay otra forma de vivirlos. Una forma donde el cuidado de la persona es lo primero. Unos Sanfermines donde se puede bailar y reír y pasarlo bien sin caer de forma irremediable en consumos que solo vuelven más grises unos días brillantes. Donde se pueda normalizar el no beber –librémonos de los juicios innecesarios a otras personas- en lugar de normalizar los excesos. Son unas fiestas únicas. Vienen de todo el mundo a conocerlas. Hagamos de San Fermín una fiesta en cuyo centro no estén los excesos, sino las personas.

*Por Alfonso Arana Marquina, Director de Proyecto Hombre Navarra, y Cristina Illescas Orduña, Directora técnica Proyecto Hombre Navarra