El beso es la historia de la vida. El primero, tal vez el más famoso, sea el de Judas Iscariote a Jesús: un beso fingido, sinónimo de traición. Otro beso famoso es el llamado fraternal socialista, cuyo ejemplo más paradigmático fue el protagonizado por Leónidas Brézhnev y Erich Honecker; un beso en la boca, pasional, como síntoma de la total colaboración entre sus dos países. Hace unos meses, el Dalái Lama besó a un niño en la boca y pidió al chaval que chupara su lengua; provocó escándalo y aversión, ya que según parece no comprendemos a Buda. Los niños son fans del beso esquimal: los dos participantes se frotan sus respectivas narices, un beso que denota inocencia y cariño. El beso más noble es el que se da en la frente; su receptor comprueba que es objeto de admiración y respeto sintiéndose protegido. Hace unos días ha saltado a la fama el digamos beso presidencial balompédico que sin concederle eximente ni atenuante alguna, fue ejecutado en un momento álgido, emotivo y pasional; un beso psicológicamente primario en el que su emisor invadió una boca ajena y no quiso, pudo o supo contenerse.

Tres dudas me embargan, a saber, ¿qué hubiera sucedido si el beso en cuestión hubiese sido de presidenta a jugadora, de presidenta a jugador o de presidente a jugador? Los tres sin la aquiescencia de la persona besada: ¿agresión sexual? ¿Abuso de poder? ¿Hubiese provocado tal polémica y levantado tanta polvareda? Seamos sinceros con nosotros mismos desterrando la hipocresía y el postureo.