El 11 de noviembre de 1523 Garcilaso de la Vega, una joven promesa de las letras hispanas, era armado caballero de la Orden de Santiago en Pamplona, tal como recuerda una pequeña placa junto a la entrada de la iglesia de San Agustín. Quinientos años después de este hecho histórico, a escasos metros de donde este joven soldado fuera armado caballero (y mientras nuestra alcaldesa asistía a uno de los eventos conmemorativos) un servidor discutía con un grupo de jóvenes que continuaban su juerga nocturna a plena luz del día en la plaza Compañía. Durante mi disputa con dos muchachas dispuestas a orinar junto a la fachada de la Escuela de Idiomas, temí, por un momento, terminar mis días con la cabeza abierta (igual que le ocurriría al pobre Garcilaso), en mitad de mi particular cruzada por defender la dignidad del barrio. Por fortuna, tanto las muchachas como su grupo de amigos estaban lo suficientemente drogados como para reaccionar con rapidez.

Resulta curioso que un ayuntamiento que ha mostrado interés por rememorar la genialidad y la valentía de uno de nuestros más ilustres poetas no se esfuerce más por controlar los excesos y el deterioro del burgo que lo acogió, y vuelva la mirada ante situaciones como esta, que muchos vecinos del casco histórico llevamos años denunciando. Evidentemente, Pamplona y sus gentes han cambiado mucho en estos quinientos años. No cabe duda de que los ideales que llevaron al joven Garcilaso a pasar por San Agustín no son los mismos que los que empujan a la juventud de hoy hacia esta zona.

Tampoco se puede negar que los bares del centro (además de los innumerables negocios y hábitos basados en el consumo de alcohol) tienen mucho más tirón para el visitante que la poesía y la historia de nuestra ciudad y de quienes pasaron por ella. Pero precisamente por esto, ¿no merece más la pena preservar ese legado y defender la dignidad del centro histórico y sus habitantes, en lugar de promocionarlo constantemente como zona de ocio insostenible y desmedido? De lo contrario, no tiene ningún sentido recordar al genio del Renacimiento con una placa a cuyos pies se amontonan orines, vomitonas y trozos de pizza.