La misma semana que se expuso en estas páginas de forma detallada el acoso que una mujer lleva a cabo llamando en 100 ocasiones a su expareja, numerosas mujeres en Navarra se ven obligadas a poner medidas para su protección y la de sus hijos e hijas, quienes también son víctimas de violencia de género reconocidas por ley. Y otras tantas, también viviendo y/o denunciando 100 llamadas diarias de sus (ex)parejas. Esto, para muchas, en el mejor de los casos.

Todo ello de manera invisible en la sociedad. Mujeres que se ven envueltas en una victimización secundaria, abandonando sus casas, manteniendo oculta su nueva ubicación y siendo, con más frecuencia de la que pensamos, cuestionadas y juzgadas por el entorno e incluso instituciones. Mientras tanto el agresor, quien decide violentar, continúa en la casa en común y, desde luego, sin control; penitencia nuevamente de ellas.

No visibilizar las realidades de la violencia de género y mantenerlas secretas hace que como sociedad sigamos esperando que lo que ocurre a mujeres permanezca en la esfera privada, en la pasividad y en la resignación. Aquello de los trapos sucios se lavan en casa no ha caducado. Y seguimos dando poder a quien ya lo ejerce a la fuerza, restándoselo a quien le han arrebatado el que le pertenece como persona.

Realidades que pasan directamente a amontonarse en cifras, sin ningún llamado a la empatía. Estadísticas no proporcionales a las consecuencias ni a la manera en la que transcurren los procedimientos.

Ellas, además, con el deber de mostrar una actitud coherente con la víctima perfecta en todos los ámbitos de su vida, sin contemplar mínimamente vías a las que ellos recurren ya habituados. En caso contrario, serán señaladas y la violencia sufrida, ignorada. Serán noticia.

Sin revisarnos personal y socialmente, seguiremos en la inercia del no cambio.