El domingo estuve viendo la película El 47, una historia conmovedora sobre la lucha de Torre Baró, un barrio marginal de Barcelona, por conseguir un mínimo de servicios de calidad. Al salir del cine oí el comentario de un espectador: ¡Qué exageración! Quiero negar la mayor por considerarme un poco testigo de aquel Torre Baró. 

En mayo, creo que de 1968, un riojano, compañero de pensión, era maestro en Torre Baró y, por estar enfermo, le sustituí un par de semanas. Yo era estudiante universitario y vivíamos en pleno centro, al lado de la plaza de Cataluña. 

Cuando llegué a la “escuela” de Torre Baró me quedé impresionado: en un descampado había una serie de vagones de tranvías que, sin ruedas y apoyados en ladrillos, (no recuerdo si cuatro, seis u ocho), eran las aulas. En el puesto del conductor-maquinista había una pequeña pizarra y los asientos de los pasajeros habían sido sustituidos por unos pequeños pupitres dobles. Ahí hice mis primeros pinitos como profesor siendo testigo de la marginación social y urbana. A las 10:30 horas, el calor en el “aula” era insoportable, por lo que salíamos a jugar con los niños. 

En la película nos enseñan una clase dentro de un tranvía; la imagen está dulcificada, ya que en realidad era mucho más estrecha; también nos enseñan un vagón de tranvía en un descampado, pero eran muchos más; aunque comprendo que reproducir aquella realidad es técnicamente muy difícil.

He sido profesor de instituto más de 40 años. Nunca he olvidado a aquellos niños de Torre Baró en el “aula-tranvía” y dando patadas a una pelota en un prolongado recreo en un descampado.