Los accidentes laborales, de tráfico, en el hogar, en el deporte, así como la violencia en sus múltiples manifestaciones, comparten un origen común: la carencia de una verdadera formación para la vida. Nuestro modelo educativo, en general, no promueve el respeto profundo por la vida, no enseña a identificar peligros, ni desarrolla habilidades para evaluar riesgos de manera efectiva. Este vacío en la educación constituye uno de los mayores problemas de la prevención.

A esta falta de educación se suma una peligrosa exaltación del riesgo. Es común observar en los medios de comunicación escenas que glorifican actos temerarios bajo el pretexto de superar retos o experimentar placer, normalizando comportamientos que exponen la vida innecesariamente. Estas imágenes no solo se presentan sin escrúpulos, sino que se entrelazan con otras manifestaciones de violencia: guerras, terrorismo, rivalidades deportivas extremas e incluso una política basada en la confrontación, la mentira y la búsqueda desmedida del poder.

Esta ausencia de respeto por la vida tiene consecuencias palpables: muertes evitables, desesperación, elevados costos económicos y la perpetuación de un entorno que dificulta que la vida sea lo que debería ser: un espacio de encuentro, desarrollo y fraternidad, donde las capacidades positivas del ser humano florezcan.

Es imprescindible un cambio profundo, que comience con una educación centrada en la vida, en el respeto mutuo y en la construcción de sociedades que valoren la seguridad, la paz y la cooperación por encima del riesgo y la violencia. Solo así podremos transformar nuestras comunidades en lugares que reflejen lo mejor de la humanidad.