En una sociedad donde el trabajo se percibe, a menudo, como una obligación que termina con la jubilación, hay quienes desafían esta idea con su ejemplo. Agricultores que siguen labrando la tierra a los 85 años, modistas que no abandonan su aguja a los 83, empresarios que con 90 siguen dirigiendo sus empresas, artistas que, como Raphael o Ruy de Carvalho, entregan su vida al escenario sin pensar en un retiro. ¿Qué tienen en común estas personas?

No es solo resistencia, ni una simple necesidad económica. Lo que los mueve es algo más profundo: una conexión vital con lo que hacen. En su trabajo encuentran identidad, propósito, gratificación y, sobre todo, vida.

El trabajo, cuando es más que una imposición externa, se convierte en una fuente de sentido. Nos permite crear, servir, aportar valor a los demás y, en el proceso, construirnos a nosotros mismos. Nos da autonomía, nos reta, nos mantiene activos física y mentalmente.

Vivimos en un mundo en el que cada vez se habla más de la conciliación, del descanso, de la jubilación anticipada. Y, aunque el descanso es necesario, también lo es comprender que el trabajo no es el enemigo. Más bien, la clave está en encontrar o construir una relación con el trabajo que nos permita disfrutarlo, crecer con él y verlo como un espacio de realización.

Para muchos, el verdadero retiro no llega cuando dejan de trabajar, sino cuando dejan de sentirse útiles. Por eso, el desafío no es solo repensar el trabajo, sino nuestra actitud hacia él: ¿cómo convertirlo en una extensión de lo que somos, en algo que nos impulse y nos mantenga vivos?

Tal vez la respuesta esté en aprender de quienes no cuentan los años que han trabajado, sino la vida que han encontrado en su labor.