Según recoge el catecismo de la Iglesia, nº 1817-182, es la virtud teologal por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de la felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al reino de los cielos; protege el desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la esperanza de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva el egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las Bienaventuranzas.

Las Bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús.

Pero, por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Romanos 5,5).