Se habla mucho de la polarización política y social, pero poco de una de sus principales causas: la manera en que nos comunicamos. Vivimos en una época en la que el diálogo ha sido reemplazado por el enfrentamiento, el matiz por el eslogan y el análisis por la indignación instantánea. Y en este escenario, medios de comunicación, redes sociales y ciudadanía compartimos una responsabilidad que no podemos eludir.

Como estudiante de Comunicación, me preocupa cómo el lenguaje se ha convertido en arma antes que en puente. Muchos medios, en busca de audiencia, priorizan el impacto sobre la reflexión. En las redes, el algoritmo premia lo polémico frente a lo razonable. Y nosotros, como usuarios, participamos muchas veces de ese juego: compartimos sin contrastar, opinamos sin escuchar, etiquetamos sin comprender.

No se trata de censurar ideas ni de suavizar los debates necesarios, sino de recordar que la palabra tiene consecuencias. Que informar no es lo mismo que manipular, que opinar no implica despreciar, y que una sociedad sana necesita más diálogo que trincheras.

Es urgente recuperar una comunicación que busque comprender antes que vencer. Y eso comienza por una autocrítica colectiva, pero también por una educación que forme ciudadanos críticos, empáticos y responsables. Solo así podremos empezar a coser las fracturas que hoy nos dividen.