La Resurrección es cosa de mujeres en el Evangelio. Pero ellos no las creyeron. Impresionadas y llenas de alegría, llorando, despavoridas, dubitativas: “¿quién nos correrá la piedra del sepulcro?…” se encontraron con el amor de su alma. Las mujeres fueron las primeras en sentir en su corazón que Jesús vivía. La historia masculina de la comunidad creyente las ha relegado, nos ha relegado a la irrelevancia y a la marginación. Con ello ha sepultado las intenciones del Maestro y su esplendente resurrección. Sin mujeres, sin Resurrección, ni fe, ni seguimiento a Jesús. El resultado, lo que hoy tenemos. Una Iglesia gerontocrática, de hombres prepotentes, un lobby teocrático masculino.
A falta de los aromas de la mañana bendita de Pascua. Sin perfumes. Sin besos. Asexuada. Canónicamente represora del sexo y el afecto. Una Iglesia que adolece de amor sensual. Hierática y distante por asemejarse a modales de imperio y finanzas. Sin llanto por Jesús. Sin asomarse a los sepulcros de tantas mujeres asesinadas por sus parejas, a las miles de muertas en abortos clandestinos, embarazos no deseados y partos de infierno, a las a diario agredidas sexualmente en el trabajo, el hogar, el instituto o la iglesia, a cualquier mujer humilde y sencilla de nuestros pueblos cuya labor se minimiza y arrincona. Los cuidados no cuentan. Son las invisibles en la comunidad de Jesús. Pero este maldito Nazareno sigue apareciéndosenos. Cuando aún estaba oscuro y sin fuerzas para mover la piedra, ellas fueron al sepulcro y entraron en él. Jesús no estaba en tanta muerte. Hoy somos Miren, Izaskun, Uxue, Andrea o Nuria. Estremecidas, escuchamos su amoroso Alegraos de resucitado.
“Tú dices, vienes, / estás, no hay nadie aún en la inundada / extensión de la noche”.
(J. Ángel Valente)