En un tiempo que exalta la eficiencia y reduce a las personas a números, conviene recordar que no somos simples individuos funcionales, sino personas: seres dotados de dignidad, capaces de verdad, libertad y trascendencia. Esa diferencia, a menudo olvidada, es la frontera entre la humanización y la deshumanización.

La experiencia humana demuestra que necesitamos algo más que bienestar material. Cuando el ser humano se pregunta por el sentido, por lo justo, por lo bello o por lo verdadero, despliega su dimensión trascendente. Esta mirada religiosa, filosófica o interior no es un adorno cultural: es la raíz que humaniza todo lo que toca. Eleva las artes por encima del entretenimiento vacío, orienta la ciencia hacia el bien común, convierte el trabajo en vocación y servicio, y funda una convivencia basada en el respeto y no en la utilidad.

Cuando esta profundidad se pierde, cuando dejamos de vernos como personas y nos reducimos a individuos, se desencadenan dinámicas que erosionan nuestra dignidad: la mentira que destruye la confianza, la corrupción que convierte todo en mercancía, la confrontación que divide, la violencia que anula la palabra, y el deterioro del sentido del trabajo que deja a muchos sin propósito. Sin vida interior ni horizonte trascendente, la sociedad se endurece y el ser humano se empobrece.

Humanizar hoy significa recuperar esa visión profunda del ser humano. Implica defender la verdad frente a la manipulación, reconstruir el respeto mutuo, trabajar con sentido y no solo con prisa, y abrir espacio a una interioridad que dé consistencia a nuestra vida social. No es una tarea confesional, sino civilizadora.

Si queremos una sociedad más justa y habitable, debemos volver a mirar al ser humano en toda su grandeza. Solo desde esa raíz trascendente podremos reconstruir un proyecto común verdaderamente humano.