Antes de que le robaran el mes de abril, había vivido en la calle Melancolía y había logrado que nos pusiéramos a hablar de Madrid mientras se alejaba de su princesa. A veces estaba más triste que un torero al otro lado del telón de acero, y una noche se encontró con unos yonquis que le reconocieron y le invitaron a la juerga.
Después, descubrió los amores eternos, que duran lo que dura un corto invierno. Le acompañamos a un pueblo con mar, una noche después de un concierto , y en algún momento quisimos estar tumbados en la alfombra a la orilla de la chimenea, para poder cantar por el bulevar de los sueños rotos.
Con más de cien mentiras que valen la pena, enjugamos las nuestras antes de entonar peor para el sol o, yo no quiero catorce de febrero, ni cumpleaños feliz. Tan joven y tan viejo nos hizo pensar en nuestra edad y cuando le destrozaron el cristal de las gafas de lejos, le dimos vueltas durante diecinueve días, mientras él se enrollaba con una canción para la Magdalena.
Más tarde, en noches de boda, deseaba que el fin del mundo te pille bailando y que no te cierren el bar de la esquina, poniendo de acuerdo a cienes y cienes de personas.