Me pregunto qué pasará por la cabeza de Abdu Willy, el joven pirata somalí capturado tras el abordaje del atunero Alakrana y transportado por orden del juez Garzón al país de la gallina de los huevos de oro, mientras se deja auscultar, examinar, radiografiar, por más manos médicas de las que muy probablemente iba a ver en sus cercanías en toda su vida.
Porque imagino que serán manos médicas las que se ocupan de determinar la edad del pirata con objeto de decidir si se le procesa o no. Y es que Adbu Willy (si es ése su verdadero nombre), el joven ejemplar de pirata capturado, unos días es más joven, y otros menos. Eso es lo malo de no tener papeles de identidad o de no llevarlos encima cuando se va a abordar buques en pleno océano, arma en mano.
Los forenses, los jueces, los fiscales y el magistrado que se ocupa de este caso no se ponen de acuerdo sobre la edad de su presa a la que, por miedo a contagios imprevisibles, tienen envuelta como a un marciano o a un paquete de mercancías peligrosas. No lo tienen claro, dicen, y es natural porque, al menos los segundos, de lo que saben es de leyes, códigos y procedimientos, y los primeros no pueden determinar con total certeza si está por encima o por debajo del límite de edad que marcan los textos legales que permiten aplicarle una legislación u otra, aunque todo parece indicar que sí es mayor de edad. ¿Escrúpulos o triquiñuelas?
De modo que unos y otros se van peloteando al pirata porque la legislación no prevé un limbo o purgatorio donde puedan estar los que no se sabe si son mayores de edad penal o no. Unos días, el joven pirata está por encima del límite y otros, por debajo; unos días su destino es la cárcel y otros, el centro de detención de menores o de acogida o como se llame, pero donde casi con seguridad se comerá tres veces al día y donde de los grifos saldrá agua apta para el consumo humano. Lo digo por comparación con las condiciones de vida del lugar del que proceden los piratas somalíes, uno de los territorios más pobres y devastados del planeta. El espectáculo, penoso. E inquietante que, mientras el juez Garzón tiene a dos piratas, o a pirata y medio, entre rejas o entre papeles, los piratas somalíes, armados hasta los dientes (como preceptivamente debe estar todo pirata que se precie), tienen entre sus manos como rehenes a toda la tripulación del Alakrana -36 personas-, todo el tiempo por delante y ninguna posibilidad, ni siquiera remota, de ser inquietados por la fuerza. Impunidad total. En comparación, la situación de los rehenes del juez Garzón y su prurito de aplicarles la legislación de un sistema por completo exótico para ellos, da más risa que otra cosa. No se trata de preguntarse quién es más fuerte, pero sólo atisbar la situación de los 36 rehenes mete miedo. No es cosa de broma y la preocupación de sus familiares y vecinos de Bermeo es algo más que comprensible.
No hace falta ser muy avispado para darse cuenta de que la suerte de los piratas capturados estará entre las peticiones del rescate del buque y su tripulación. Claro que también pueden ser vendidos al mejor postor, a aquel que pague el rescate millonario del atunero, y abandonados a su suerte legal en un país lejano a cambio de un aumento en el precio. La costa somalí tiene amplios antecedentes en tráfico de seres humanos, como saben los lectores, si es que todavía queda alguno, del aventurero y escritor francés Henry de Monfreid que pululó por los mares de la zona durante años, dedicado a tráficos non sanctos.
No sé cuál puede ser la suerte del joven pirata si se entera de que para robar a manos llenas no hace falta jugarse la vida en un bote al abordaje de barcos que pueden tronzarle, que con reinsertarse en la vida social del país de acogida forzosa basta. Agallas está visto que no le faltan. Imagino que el joven pirata no sabe una palabra de castellano y que por eso no puede conocer la magnitud de los tinglados montados desde la política sin otro propósito que saquear unas instituciones cuya permeabilidad está fuera de toda duda. Tanto que hasta asombra al Vaticano.
Como el pirata no sabe castellano tampoco puede enterarse de que cada día salen a la luz nuevos episodios de saqueo, extorsión, malversación, blanqueo, falsedades documentales, que conforman una pingüe industria paralela cuyos beneficios no engordan el producto interior bruto ni impiden que las listas de paro sigan creciendo, como lo hacen las suspensiones de pagos y las quiebras, fruto de un estado de piratería generalizado.
Y frente a la suerte del joven pirata, al examen de sus huesos, dientes, órganos sexuales, está el incierto futuro de la secuestrada tripulación del Alakrana para la que la decisión de embarcar mercenarios provistos de armas de largo alcance en los atuneros, llega demasiado tarde. Ese embarque de soldados de fortuna ha destapado un asunto difícil de entender: que no puedan embarcarse en los atuneros militares del Ejército regular, como hacen otros países, y que existe una floreciente industria privada de la guerra (como la hay policial y penal), que ha crecido a la sombra de la profesionalización de los ejércitos, de la que se beneficia aquel que pueda pagarla y que cuente, en principio, con el beneplácito del gobierno al que pertenezca el empresario: una puerta abierta, bien ancha, a irregularidades y abusos de derecho de muy difícil control. Nuestros beneficios netos suelen exigir de ordinario mirar para otra parte. ¿Guerra sucia a la piratería o guerra a secas? ¿Cómo aplicar códigos y procedimientos a quien no entiende más que de la ley del más fuerte y de la fuerza de las armas y el dinero? El siglo XXI contra la Edad Media feudal, hambrienta y armada hasta los dientes gracias al millonario negocio del tráfico de armas incontrolable.