Errores judiciales
Quienes los padecen, protagonizan esas historias sombrías, y crueles siempre, que duermen y se acumulan en los rincones menos frecuentados de las hemerotecas. Su conjunto constituye el mejor alegato fiscal de la crueldad y de la infamia. Es lo kafkiano que no cesa. Hoy sus historias personales interesan porque causan horror a los lectores, y mañana esas mismas historias se alejan irremediables y se sumergen en el olvido porque sus protagonistas pertenecen a la legión de los olvidados, de los no escuchados o poco escuchados, de los que no cuentan más que con el abogado de oficio para hacer oír y valer sus derechos.
Esa legión la forman las víctimas de los errores judiciales, expresión ésta que engloba tanto casos de auténticos errores -en la identificación de los acusados, en la instrucción de las diligencias y hasta en la apreciación correcta de las pruebas-, como de mala fe policial, de fallos materiales en el sistema de pura administración, de casos de desidia y mala práctica, de responsabilidad personal directa y nunca asumida por parte de las personas que administran justicia: del presidente del tribunal al último oficial del juzgado. Hay de todo. Basta repasar los casos que, como digo, duermen en las hemerotecas.
Esta semana el público entiende mal cómo ha podido ser excarcelado el guardia civil acusado de haber matado a su esposa de un tiro en la cabeza delante de testigos, con ensañamiento, al menos por lo que al relato de los hechos se refiere. Ha bastado una dilación excesiva en la tramitación del sumario, el agotamiento del plazo de detención y las rocambolescas triquiñuelas de su abogado defensor para ponerlo en la calle.
Ensañamiento éste que, pese a estar todo lo claro que parezca, puede que sea enervado en el momento procesal oportuno, como ha sucedido en el caso del que dejó tetrapléjica a su esposa y al que, esta misma semana, el Tribunal Supremo ha rebajado la pena porque no ha apreciado alevosía en una historia propia de un relato de terror, que sí han apreciado algunos juristas más sensibles a esa violencia de género que tarda en calar de manera honda en la magistratura.
Esta semana el público ha asistido sobrecogido a la historia de Ricardo Cazorla, a quien como acicate del morbo se le colgó el mote de El violador de Tafira. Este hombre se ha pasado dos años y siete meses en prisión acusado de una violación que no cometió. Su brutal sentencia lo fue basada en los testimonios de sus supuestas víctimas, que lo reconocieron diez años después de producirse los hechos, espantosos, de su violación. Bastó ese testimonio. La doctrina del Tribunal Supremo lo avala. El tribunal no hizo caso de la prueba de ADN.
¿Les acarreará a estas personas algún conflicto moral el haber sido la causa de haber tenido encarcelado a un inocente 2 años y 7 meses? Su propia condición de víctimas no las absuelve. El sistema es cruel hasta para esto.
El público, que ya no asiste en silencio reverencial a estos hechos ni teme ser empapelado por desacato por el simple hecho de abrir la boca, se pregunta cómo es posible que eso suceda, y qué pasa en los casos en los que tras pocos o muchos años de cárcel, un inocente sale a la calle con la vida destrozada y haciendo de tripas corazón, aunque vete a saber lo que siente de verdad en éste.
Es entonces cuando aparecen no los errores, sino la cadena de oídos sordos, de indefensión efectiva que han padecido las verdaderas víctimas mientras estaban siendo tronzadas por la maquinaria judicial: los que pagan por un delito que no han cometido. Los que pagan desde mucho antes de ser sentenciados, desde que son linchados por los medios de comunicación (el caso del diario ABC con el detenido en Canarias hace unos meses acusado en falso es de antología).
Está de más afirmar que los cada vez más repetidos y públicos errores judiciales minan la siempre dubitativa confianza que pueda tener el ciudadano en su sistema judicial. El descrédito, creciente en los últimos años, por sus implicaciones políticas y sus tratos desiguales, es la principal amenaza de ese sistema sobre el que se sostiene una mínima paz social.
No son éstos los únicos casos de errores judiciales. Basta teclear en Internet la expresión mágica error judicial para darse cuenta de que es algo que sucede casi todos los días en los que por testimonios erróneos, y hasta inducidos, de víctimas y testigos, se ha condenado a inocentes que han pasado trece y más años entre rejas por un delito que no han cometido... En otros casos, las leves resoluciones judiciales resultan incomprensibles para el público que no entiende de triquiñuelas y de recovecos legales.
Diversas fuentes de la Administración de justicia replican de inmediato que están previstas indemnizaciones, acciones por resarcimiento de daños, pero no se conoce la letra pequeña de esa previsión, ni qué casos entran y cuáles no, ni quiénes al final cobran y quiénes no. De las vidas rotas no se habla. Son accidentes de la vida que por lo visto hay que tomarse entre la deportividad y la resignación. Hace poco se ha hecho público que no todos cobran, y muchos no cobran ni de lejos en proporción al daño que les han causado jueces concretos, con nombres y apellidos, y el sistema al que sirven. No se conocen (o muy pocos) los casos de jueces a quienes se les reclame la mala práctica y la responsabilidad personal en los daños causados a ciudadanos concretos.
Los errores judiciales son inevitables, eso está al alcance de cualquiera que admita de buena fe que las actividades humanas no mecánicas no son ciencias exactas, pero también son irreversibles. No hay marcha atrás posible. Las indemnizaciones previstas no resarcen jamás los daños causados. Y menos mal que estoy hablando de un sistema judicial en el que la pena de muerte está abolida.
Sea una causa u otra, los casos de errores judiciales son cada vez más abundantes y habituales. Y eso, al margen de la masificación cierta de los juzgados, tiene que tener una explicación. ¿Es sólo por la publicidad que adquieren los casos? La justicia, en casos como los que han salido esta semana a la luz, enseña unos fondillos que apestan.