Noticia parisina
LOS políticos de la izquierda francesa, todavía más burocratizada que la española, consideraban que su manifestación en contra de las medidas económicas del gobierno de Sarkozy sobre las pensiones y la edad de la jubilación había sido un éxito. Entre tanto la televisión mostraba varios casos de discriminación racista en la administración francesa: por el color de la piel o por el origen o por las dos cosas. No voy a decir que me haya interesado más lo segundo que lo primero, pero lo cierto es que las declaraciones y los montajes de los profesionales que viven de eso, me interesan cada vez menos.
Me interesó un cartel de la última manifestación que vi abandonado junto a la boca de metro de Place d"Italie, a donde fui en busca del Chinatawn parisino. El cartel decía: "Casino Mundial: ahora que se han jugado en la bolsa el trabajo, quedan las pensiones, la Seguridad Social, la escuela, el hospital? Resistencia". Y lo que vale para Francia, vale para España, donde la ruleta amañada del casino financiero ha girado que ha sido un gusto.
En Chinatawn me encontré con un monje budista chino, vestido de reglamento y con un tambor metálico al cuello. Yo creí que era un santón que rezaba por encargo, pero sólo era un monje que rezaba por sí mismo e impartía sabiduría a los que se acercan a él. Se llama Satu.
"¿Y eso qué significa?".
"Aaamen", me dijo.
"¿Cómo Aaaamen?", le pregunté de nuevo.
"Sí que todo está bien, ahí, y no podemos hacer nada para cambiarlo. Sólo podemos buscar la paz".
Estas cosas se las oyes a un monje budista, en un lugar exótico, como es la puerta de un colosal supermercado chino, y en el ejercicio de su ministerio, y piensas que son profundas, iluminadoras. En cambio, si se las oyes en tu pueblo al que se disfraza de japonés para vender mejor su mercancía, piensas que te las ves con un tartufo o con algo peor.
Estos días leía un libro estupendo, entre la denuncia y la subversión: Con los perdedores del mejor de los mundos, del periodista alemán Günter Wallraff. Corrosivo.
Hace años Wallraff se disfrazó de turco. Ahora ha repetido la hazaña disfrazándose, entre otras cosas, de negro para contar cómo le ha ido en un país democrático y profundamente racista. Situaciones hilarantes, desde luego, pero algunas suicidas para el periodista. Bajo la máscara de la probidad y de la ciudadanía de bien se esconde gente peligrosa. Ah, sí, y también habla de la desprotección social que avanza y de cómo, de su mano, "llega la desvergüenza con la que se enriquecen los altos directivos y determinada especie de ex cargos políticos, una clase a la que sólo le interesa su propio bienestar, la mejor colocación posible, los ingresos de capital y dinero y los privilegios fiscales. Esa sociedad paralela, verdaderamente asocial y formada por auténticos sinvergüenzas, se proclama abiertamente ganadora mientras millones de desclasados creen que su pobreza, de la que no son culpables, es motivo de vergüenza".
Y a propósito de negros, el otro día, en el metro, cerca del cementerio del Pére Lachaise, un negro viejo, me dejó su asiento. Me dio tal vergüenza que quise impedírselo, hasta que me dijo con una franca sonrisa desdentada que yo era más viejo que él. No sé qué jeta de meteco llevaría yo esa tarde, en hora punta. Ay, demonio, ay, la edad? y los prejuicios, y esa idea irrenunciable de fraternidad a repensar de arriba abajo.
Venía de ver, por pura casualidad, un espectáculo edificante: las pulgas de Belville. Un montón de gente, casi toda del género masculino (salvo dos o tres gitanas rumanas) de origen africano, magrebí, árabe y algunos blancos, eslavos, del Este de Europa, que se afanaban con sus mantas y montones de desechos y cosas de procedencia dudosa, hasta que estalló la estampida. Había aparecido la policía por el otro extremo. Fui hacia allí y vi algo hermoso, instructivo.
"¡Venga, fuera! ¡Hay que despejar!", decía un policía de manera desabrida, al tiempo que en lugar de empujoncillos, les propinaba a los viejos manteros patadillas, como quien saca gallinas o perros molestos de la casa. Un viejo africano, furioso, empezó a echar un discurso sobre la fraternidad humana y la dignidad que provocó las carcajadas de sus congéneres y coetáneos. Eso sí, lo que decía resultaba más convincente que Glucksman hablando de la imprescriptibilidad de la errancia, que es algo que seguro que él debe saber de qué se trata.
Patadillas. Hermoso. Instructivo. Suele pasar que quien recibe la patadilla recibe con ella otro regalito. No es fácil acostumbrarse a las patadillas. Como los rumanos. No se dejan.
En París, los gitanos rumanos que ejercen la mendicidad ocupan las bocas de metros, las traseras de los kioskos de prensa, las entradas de grandes almacenes, siempre un poco más allá del área de influencia del matón de seguridad de turno. Lo insólito es que la gran mayoría va acompañada de un perro, y hasta de un gato atado, y que los carteles con los que piden, dicen: "Ayúdenos a comer". Se refieren, claro está, al perro y a ellos. El perro suele tener la escudilla con pienso, para que se vea que está cuidado, pero no suele comer, o ya viene comido, y la gente da, con gusto parece, sobre todo al perro. El gitano rumano sabe que el francés es muy mirado para eso de los animales de compañía. Creo sinceramente que en España no se les ocurriría jamás poner carteles con semejante petición. Saben como las gastan allá con los animales. O cómo las gastaban o la leyenda de gente cruel con nosotros mismos y con los animales que tenemos, que no es lo mismo. Allí a lo máximo fue aquella gitana rumana del Mercado Nuevo que pedía dinero para marcharse y la gente le daba con una asombrosa y sonrojante liberalidad. La gitana sabía. Saben. Su supervivencia es saber cómo las gastamos y cuáles son nuestras verdades de fondo.