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El pozo

NO voy a negar que el rescate de los mineros de la mina chilena Pozo San José ha sido una proeza espectacular, algo propio de una ficción angustiosa que acabará sin duda en las pantallas, que es donde terminó la tragedia de los Andes. Porque lo cierto es que, gracias a haber sobrevivido a dos meses de encierro a 700 metros de profundidad, los treinta y tres mineros han saltado a la fama mundial, a la vez que han propiciado una patriótica ceremonia lustral de proporciones colosales y rasgos religiosos que ha redundado en la consolidación mediática del presidente chileno que, diga lo que diga, pertenece a la casta social de los propietarios de la mina. Deriva esta en la que el presidente chileno ha cogido un protagonismo de estrella y en la que la peripecia de vital de los enterrados, dentro y fuera de la mina, ha quedado bastante difuminada al margen de los emotivos reencuentros de superficie. Yo al menos no sé quién es esa gente.

En algún momento se tenía la sensación de que han importado más las circunstancias del rescate, el esfuerzo colectivo, empresarial, mecánico por sacar a los mineros encerrados del pozo en el que se encontraban, que los padecimientos reales soportados por éstos.

Los mineros del pozo han saltado a la fama, han sido invitados aquí y allá, están siendo agasajados, no como protagonistas de su propia historia, sino como trofeos de una sociedad que ha sido capaz de vencer lo que parecía imposible con un alarde de medios sofisticados. Mineros salvados, lo hemos visto, al minuto, en los noticieros, en las páginas web de los periódicos, al minuto, apasionante, como un espectáculo deportivo.

No sé lo qué va a pasar cuando los mineros chilenos (y el boliviano) dejen de ser famosos y vuelvan a ser mineros, si es que no han podido capitalizar su experiencia y con ello dejar los cascos colgados de un clavo para siempre, o si eso no va a ser un nuevo pozo del que no creo que les rescate nadie. Nada más frágil que la fama mediática. Tiene que ser difícil salir indemne de una presión mediática como ésa, recuperarse del trauma padecido y que la euforia difumina, al menos en un primer momento. Tarde o temprano cesarán las invitaciones, grotescas algunas de ellas y en beneficio del que invita que se aprovecha del tirón publicitario, más que del invitado, dejarán de utilizarlos. El que no es nadie y se ve convertido en alguien, vuelve a no ser nadie, uno de tantos, un olvidado. La imagen del desierto de Atacama cuando todo vuelve a ser lo de siempre es muy elocuente. Sopla un viento que tumba en Atacama. El viento o los coleccionistas de reliquias se llevarán las últimas banderas.

Entre tanto, poco se ha sabido de los propietarios de la mina responsables del accidente que ha podido costar la vida a 33 mineros. Vaguedades de responsabilidades, de procesos, de vete a saber qué... El presidente Piñera se va a ver obligado a arremeter contra la clase social que le ha puesto en el poder. Mucho arremeter. Es muy poderosa la clase financiera chilena.

Lo que se adivina detrás es sórdido. "Estoy convencido de que Chile ampliará las inspecciones y que se cerrarán muchas minas. Eso puede hacer que haya menos producción y quizá suba el precio del cobre", dice un ingeniero de minas que parece saber de qué habla.

La bambolla oculta el verdadero rostro de ese negocio multimillonario, para quien lo posee, que es la minería: contratación precaria, incentivos suicidas, falta de seguridad real, especulación, condiciones de vida precarias de los trabajadores...

No se ha visto mucho de las condiciones reales de vida de los mineros, cuáles son sus salarios reales y cuál el alcance de su previsión social. Eso no formaba parte del espectáculo. El espectáculo era millonario y las vidas reales de los mineros no lo son.

Ya pasó. Sucedió hace cuatro días o fueron cinco. Bajó el telón. Ya estamos a la espera de un nuevo festín. Voraces. Insaciables.