Cuestiones pendientes
Leo que el Gobierno va a pedir aclaraciones sobre lo sucedido en El Aaiun. Muy fino, pero pura palabrería gubernamental para ocultar una realidad sangrante: que los saharauis están por completo abandonados a su suerte. Vemos fotografías borrosas de incendios, otras más claras echan a periodistas que informan según y cómo, unos mienten, otros callan, por completo cómplices, casi todos miran para otro lado.
"Para condenar habría que tener un conocimiento completo de cuáles han sido los hechos que se han producido", dice la nueva ministra de Asuntos Exteriores, y dice bien, sobre todo porque al no haber periodistas ni observadores internacionales imparciales (y no a sueldo de Exteriores y Cooperación) en El Aaiun, es por completo imposible saber lo que allí ha sucedido y sucede a estas horas, de modo que no se puede condenar, al margen del principio de alta ética política (¿existe tal cosa?) de que, como nadie condena, tú que tienes responsabilidad directa en lo que sucede o al menos la representas, tampoco lo haces y te libras así de compromisos indeseables. Alta diplomacia. Rotunda política. Buen mensaje electoral.
Y es que todas las informaciones son partidistas: Marruecos las suyas, y los saharauis las que pueden y les dejan, pocas. Se impondrá la versión de Rabat hasta por difuminación. Unas son las informaciones del fuerte con el que se puede hacer negocios fabulosos y pactar distintos intereses económicos, mientras que las de los otros, condenados a ser meros peones, ciudadanos de segunda en un país que ya les ha dominado, no son más que quejas, reclamos, problemas. Su territorio, que fue abandonado de manera vergonzosa por España en 1975, es pasado, sólo pasado, mito, fuente de melancolía. Sabemos muy poco de lo que entonces sucedió. Hubo, como en el caso de Guinea, una censura oficial, la del secreto de Estado, que duró años, los suficientes para que las cosas se diluyeran que es como terminan aquí todos los atropellos, diluyéndose con el beneplácito general y gubernamental.
La España oficial da la espalda a sus compromisos históricos, emplea un lenguaje de buenas palabras de madera con el más débil, y mejores palabras, de hierro éstas, con el más fuerte que es quien tiene la sartén por el mango y la llave de los negocios. Entre Marruecos y España corre un río de dinero, entre el Sahara y su antigua metrópoli, no. Sólo dádivas, caridad, ayuda solidaria, que es como la anterior pero en laica.
Item más: que al margen de las tronchantes declaraciones de un González joven que todavía no era Mister X, el as de los rings enmascarados, relacionadas con la victoria final, ahí es nada, de los saharauis, ni el elogiador de los Derechos Humanos marroquíes, da gusto leer las declaraciones que le hizo a Millás porque son un buen ejemplo de igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Mientras a otros, por idéntico motivo, se les sienta ante los tribunales, él puede permitirse el lujo de cuestionar unos juicios por crímenes horrendos y llamar "un gran tipo", a causa de sus actuaciones, a quien ha sido condenado a 71 años de cárcel. Pero Felipe González está muy por encima de los ciudadanos y puede hacer y decir lo que le dé la gana. Puede refugiarse en el secreto de Estado, en ese indecible que pesa como una amenaza sobre la más reciente historia de este país: "si yo hablara". Mientras ellos no hablen, los demás estamos equivocados y juzgamos en falso, vemos espejismos. Y junto a esa imagen del descamisado idealista, las del viejo estadista que expone con desparpajo sus dudas metafísicas, no resueltas, sobre la guerra sucia, en la medida en que se sigue preguntando si hizo bien en no ordenar asesinar a la cúpula de ETA, y si por el contrario no hubiese podido evitar más derramamiento de sangre y salvar vidas humanas. Negar y negar y proteger a los suyos. Y Millás, que había salido aquel día de caza, periodística, declarando "Pensé: ¡lo tengo! Y puse cara de póker", o eso dicen que dijo, cuando González, su presa periodística, habló de la voladura de la cúpula de ETA, que no sabemos, que no estábamos allí. Hablamos de ruidos que nos llegan. No sabemos.
Y en el altar de las devociones de la guerra sucia, el ex presidente Bush, mentiroso compulsivo, como Aznar, que justifica las torturas en unas memorias que no hemos leído, porque hasta ahora sólo conocemos informaciones de comentaristas traducidas, comentadas por otros comentaristas y traficadas por los listos de turno que saben, mientras que nosotros no sabemos. Siniestro ruido publicitario de un bestseller.
Pero sí hemos escuchado otras declaraciones, muy llamativas éstas, en una entrevista que le hicieron, en la que se pone en escena cómo alguien sin conciencia ni principios morales o éticos en la medida que declara con desparpajo haber permitido torturas no por una cuestión de conciencia, sino porque sus abogados le dijeron que podía hacerlo. No se lo dijo la Ley, no se lo dijo un juez, se lo dijo un abogado capacitado para informarle de cómo burlar leyes porque conoces los intersticios, los alcorces, las zonas muertas: el procedimiento. Bush no quiere saber cuál es la ley o qué principios rigen en un tribunal internacional al que se ha hurtado, quiere saber cómo ejecutar actos execrables de manera impune. Lo decía con la expresión de gozo de haber hecho algo, una vieja discusión que surgió en Europa a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, al tiempo de la guerra de Argelia: si es lícito torturar hasta la muerte a un presunto terrorista con el fin de evitar que sus bombas siembren la muerte y el terror. Francia nunca fue llevada ante tribunal internacional alguno por los crímenes cometidos en Argelia contra población civil, confesados con arrogancia por sus autores y testimoniados hasta la saciedad.
Nunca se insistirá lo suficiente en que declaraciones como las de Bush suponen un peligro real: el de que por contagio esas prácticas se extiendan como algo habitual en nuestro mundo occidental, atemorizable, atemorizado, amante de la autoridad, cobren carta de naturaleza, se admitan como algo normal, incuestionable, provoquen un encogimiento generalizado de hombros, y al final una explícita y justificada autorización de actuaciones tan preventivas como criminales, impunes. Vigilados, controlados, más que protegidos. En sus manos.