Desde La Paz
PREFIERO escribir de lo que tengo delante de las narices que del resultado de las elecciones municipales y autonómicas de la tierra en la que vivo. No veo muchos motivos para festejar grandes cosas y hasta creo que todo el potaje político está demasiado visto como para hacer algún comentario original a lo que huele de lejos a más de lo mismo, o tal vez a algo peor que a lo ya vivido, si nadie ni nada lo remedia, que no parece. Da como risa verlos, de lejos, festejando sus triunfos y recociéndose en su propio jugo, jugueteando con pactos cantados. Que así sigan. Hablan ya de defender un estilo de vida, como si esto fuera una ideología. Lo es. Lástima que no hayan crecido más los enanos. Los enanos de la Puerta del Sol. Alguien estará escribiendo ya el análisis bestseller de lo sucedido, y será sesudo y se venderá bien, que es lo que cuenta. Los otros, a lo suyo, a dirigir el negocio.
Pero hablando de lo que tengo delante de las narices. La Paz. Ésta es una ciudad cataclismática, ruidosa, abrasada bajo el sol de los Andes. Está literalmente hundida en una hoya de la que emergen edificios en los que brilla y hiere el vidrio y el aluminio. Quedan pocos edificios de la época virreinal. La Paz es una ciudad que se escurre hacia el sur (los más afortunados) o escala los cerros que la rodean (los que no lo son), en busca de espacio. Cambia mucho según donde vivan unos u otros. Al fondo la silueta del Illimani. Hermosa. Y mucho más al anochecer. Durante el día tiene una apariencia terrosa que el sol de los 4.000 metros agudiza. Una ciudad que encanta y agobia. A partes iguales. Calles en cuestas imposibles, mercados indígenas.
Ciudad de contrastes violentos, con barrios muy definidos: de blancos, de cholos o mestizos, de indígenas, de inmigrantes campesinos... cada cual por su lado.
Ciudad partida en barrios, en castas, en razas y es que en Bolivia se parten hasta los cementerios... se podría decir. De hecho, el otro día vi uno partido literalmente por la mitad. Es decir, que la mitad, con todas sus tumbas, se había venido abajo. Muchas estaban desparramadas por el despeñadero.
Hace unos meses saltó a las primeras planas de los medios de comunicación el brutal corrimiento de tierras de un barrio entero de la ciudad de La Paz, el de Las Flores, en Pampahasi, uno de esos rincones de la ciudad en el que no te encontrarás jamás a viajero alguno. Hay muchos así en La Paz. El turista anda por una cuadrícula muy limitada. Apenas sale de ella. ¿A qué? Le han metido miedo. Prefiere arriesgarse con una mountain bike por la Carretera de la Muerte, que hacerlo en el laberinto del mercado Rodríguez donde las vendedoras aimaras o quechuas le miran sin verle.
Estábamos en Pampahasi, Las Flores, qué sarcasmo. El día que a uno de los cerros de La Paz le dio por venirse abajo, muy abajo, varios cientos de familias se quedaron sin hogar y tuvieron que ser alojadas en carpas y tiendas de campaña. Algunas ahí siguen, pidiendo lo imposible: que les dejen regresar a sus casas (los que aún las tienen en pie), casi todas construidas por ellos mismos, con mucho esfuerzo y venciendo unas dificultades que en España pertenecen, como muchas otras cosas, a un pasado de plomo. Por fortuna no hubo víctimas mortales.
Varios cientos de familias, dicen. Son solo cifras y conforme pasa el tiempo, los hechos no pasan de ser una noticia agostada, un desastre, una catástrofe que otra catástrofe apaga: Japón, Murcia... anteayer ya, Haití... Cuando te asomas al abismo vertiginoso que ha quedado en el lugar donde estaban los hogares de esos cientos de familias la cosa cambia, pero no mucho, no mientas, no te mientas, no perores. "Aquí lo que habría que hacer...". Qué sabes tú de lo que habría que hacer aquí y allí, donde las catástrofes se alían con la miseria. Asusta cómo se pudo ir un barrio entero al carajo de ese modo, pero te reconforta saber que estás ahí de paso, que eres un curioso. Allí, en el abismo, volaban los caranchos, unos carroñeros. Durante unas semanas, aquello fue un espectáculo para los curiosos que subían desde otros barrios paceños a ver lo que había sucedido y a felicitarse de no ser uno de los afectados. Una pintada decía: "¡Fuera mirones, carajo!". Aquel barrio caído en el abismo era todo un espectáculo y el cementerio destripado también. Un vecino me contaba que hace unos meses hubo envío internacional de fondos de ayuda. Nunca se acaba contando cómo se reparten, ni a dónde ni cómo llegan en la práctica.
Al otro lado del enorme agujero se veían las tumbas reventadas de un cementerio clandestino, uno de los varios cementerios clandestinos que rodean a la ciudad de La Paz; ahí donde entierran a sus deudos quienes no tienen dinero para hacerlo en un cementerio con todas las de la ley. La municipalidad quiere pagar servicios crematorios, pero los vecinos quieren sus muertos a la puerta de casa, cuando no debajo de la cama como genios protectores.
Estuve caminando un buen rato por los restos de un barrio fantasma y hablando con alguna gente: casas amenazadas de derrumbe inmediato y muchas otras abandonadas, desalojadas a la fuerza, calles rajadas por la mitad y otras desiertas, muertas, ruinas, edificios a medio construir, perros vagabundos, servicios sanitarios destruidos, camiones cisternas que suben uno detrás de otro, meses después de ocurrir el siniestro, a repartir agua, vecinos y sobre todo vecinas, las más aguerridas siempre, en asamblea permanente, al sol, en medio de la calle, esperando lo imposible, que la tierra dé marcha atrás. La tierra, el tiempo. No pueden volver porque no es que no haya casa, es que no hay tierra. Cuando se tiene poco, apenas nada, perderlo todo es perder demasiado.
Las casas se construyeron donde no se podía construir, pero donde podían quienes las construyeron. El terreno no era el apropiado. Cierto. No lo es. Está minado por corrientes subterráneas. Me pregunto si los sobrevivientes irán a parar a terrenos apropiados y no acabarán, por fuerza, en los alrededores de otro cementerio clandestino, en otro terreno inapropiado, que son los que más abundan y a donde van por fuerza aquellos a los que les toca la peor parte.