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Malas noticias

LAS noticias de la semana se movieron entre John Le Carré y la caspa llevada al cine por Rafael Azcona para Berlanga, y otros. Hasta que ocurrió la matanza de Oslo, que tarde o temprano llevarán a la pantalla.

Así como las dos primeras invitan al comentario burlesco o asqueado, la tercera lo hace, al menos a mí, al silencio. No al encogimiento de hombros, sino al silencio. Lo mismo cuando recuerdo los comentarios de las locutoras de primera hora, morbosos, insensatos, ansiosos, en busca del detalle macabro que cause impacto y fije audiencia. Silencio. No sé qué decir. El blablablá previsible del terrorismo es demasiado fácil y está muy escuchado; algo menos las palabras, siempre sospechosas y casi siempre repudiables, que de la forma que sea, pero nunca oficial, traten de entender el porqué último de esa matanza o qué ideología o voluntad ha movido a sus autores para acabar con tantas vidas humanas de manera calculada. No sé cuáles han sido los motivos del autor o autores de esa matanza y probablemente no los sabré nunca. Me darán una explicación que terminará de cuadrar con la versión oficial, esa habitual y necesaria rueda de molino que aquieta y calma nuestras conciencias ciudadanas. Ir a contracorriente del sentir de la mayoría no es de buen gusto ni está bien visto, en cambio decir lo que la mayoría quiere oír sí, porque es lo oficialmente correcto. El duelo de las víctimas sobrecoge, claro, sería inhumano pasarlo por alto. Esa intimidad herida provoca un respeto que queda al margen de los comentarios oportunistas. Estás con las víctimas sin proponértelo y no del todo acoquinado. Olfateas quién es el más débil, cuál el valor más protegible. Pero queda una certeza: el recrudecimiento imparable de las medidas de seguridad no impide la actuación terrorista o el mesianismo de un trastornado. Vivimos en un mundo cada vez más inseguro, en el que la inseguridad, la prevención y combate del terrorismo lleva a debatir cuál es el alcance de la primera y los límites del segundo, y si en su nombre no hay ya atropello que no quede justificado y hasta si el mismo concepto de atropello ha quedado obsoleto, algo propio de un tiempo de legalismos y derechos que significan más un obstáculo que otra cosa. ¿Cómo atajar los motivos que asistieron al o a los criminales? Inermes. Camus estaba convencido de que a esa gente se la podía persuadir...

A John Le Carré corresponderían las trapisondas ocurridas durante la persecución judicial y parlamentaria que padece Rupert Murdock, el omnipotente magnate de la prensa, y su grupo mediático que han traspasado los límites éticos (y legales sobre todo) de la profesión periodística con la complicidad de policías, políticos y hasta fontaneros si me apuran, cosa que les ha servido a quienes de ordinario practican a diario el todo vale para echarse las manos a la cabeza y reclamar una buena práctica informativa que están lejos de hacer suya. La audiencia y los beneficios a ella aparejados mandan. A Murdoch, que dice no saber nada, le interesa la tripicallería porque vende. Eso lo saben muy bien las cadenas de televisión españolas, que ofrecen a diario basura, y los medios de comunicación que practican un incendiario amarillismo informativo y una arenga cuartelera tejida con mentiras.

En ese lado oscuro de novela de Le Carré está el periodista que denunció las escuchas delictivas y que murió hace unos días de una muerte tan natural que no podía menos que darle un sesgo novelesco a las comparecencias. Su muerte refrescó la memoria de una serie de muertos en extrañas circunstancias relacionados con el lado oscuro de la política inglesa. Y junto a él está la pelirroja Rebekah Brooks y toda una espesa trama de empresarios, medios de comunicación, corporaciones, policías y políticos que se venden al mejor postor y que representan los núcleos duros del poder que hacen burla de las urnas y los partidos y movimientos de oposición. Novelería pura. Que así quede. La paranoia para el gato, para quien lo lleve al cine.

De Le Carré -filmado por Fernando Miralles- es también la noticia condenada a la sentina, de los laboratorios españoles Rasfer Internacional, importadores-exportadores de glicerina que terminó en un jarabe venenoso en Panamá que han dado 171 fallecidos y casi 2.000 afectados, y de cómo la Audiencia Nacional ha dado carpetazo al asunto. Allá queda Panamá. Los abogados se preguntan con muy buen tino qué hubiese pasado si los fallecidos hubiesen sido españoles. El jardinero fiel no anda lejos de esas tramas de poder político e industrias farmacéuticas, las que hacen lo que les da la gana, en la Amazonía, por ejemplo, tanto o más que los narcos, los buscadores de oro, los traficantes de maderas preciosas, los que esclavizan hoy en día a comunidades enteras de indígenas... Intocables. Les protege el escudo de la civilización y de los negocios multimillonarios.

Finalmente, al tándem Azcona-Berlanga pertenece de pleno derecho el expresidente valenciano Camps, ese Petronio levantino, con sus trajes de aparato y de gorra y sus maneras de balandrista o de tanguista en el dique seco de la mancebía (esto en las películas del ramo). Y sus correligionarios están con él, como una piña, o así se les ve. No se sabe bien qué aplauden, si su dimisión puramente estratégica (una ligera esperanza de absolución o de errores de procedimiento) o si lo que celebran y suben a los altares mediáticos son sus trajes, su ser torero, sus..., el estilo de vida y de hacer política que representa toda esa mugre pepera. ¿Quién se acuerda de aquel magistrado que hizo lo posible para que no se le procesara porque era amigo suyo? ¿Quién se acuerda, quién puede acordarse de todo lo que dijeron la Barberá y sus bolsos, y éste y el otro, sobre la inocencia, los regalos y su esencia, y de lo poco que hablaron y hablan de los miles de millones que están detrás de los trajes y detrás de los pelucos y de los gayumbos que todavía no han salido a escena? No se trata de casos puntuales de corrupción o de zafiedad personal, sino de una forma de hacer política, de construir una sociedad que se mueve con el valor supremo de la ventaja inmediata y del todo vale, y solo así, disfrazada de democracia, avalada por las urnas que absuelven actuaciones plenamente delictivas.