ENTRE las muchas fantasías con las que Rubalcaba adorna su campaña hacia la presidencia de Gobierno, está la de "abrir una oficina contra el fraude", que vendría a ser una especie de mostrador de reclamaciones ante el que hacer cola, interminable, interminable, como el aullido de José Agustín Goytisolo... ¿Para qué? ¿Para denunciar? ¿Para quejarse? ¿Para hacer bulto? ¿Para qué? Y lo propone en un país que ya tiene una fiscalía anti corrupción que se ve no llega a donde debe llegar porque cuando lo hace o no sirve para gran cosa o lo hace tarde y mal, y es como si no hubiese llegado.
Llega tarde, o nunca, a la Barcenas que mete 1.000 billetes de 500 euros en su cuenta corriente, operación mercantil ésta que acabará justificando plenamente si el PP llega al poder o de la que, como de tantas otras, no volveremos a saber gran cosa, diluida en una ciénaga de trampas. Todo depende del partido político a cuya sombra te enriquezcas, del juez que te toque (Camps y su amigo togado por ejemplo) y del despacho de abogados que te represente. Eso lo sabe bien Esperanza Aguirre y lo sabe Rajoy y lo sabe Camps, porque son de la misma horda, y todo un ejemplo a seguir para una casta que viene detrás tocando tambores de victoria y que consigue, milagro, milagro, que los procesos que puedan salpicarles lo hagan después de las elecciones.
El fraude y la corrupción no son delitos o solo lo son si te cogen y te aplican el código penal. Entre tanto eres un ciudadano tan respetable como envidiable, un campeón de la nueva era, un listo. El hipócrita y cómico "¡Pero si no sabíamos nada!" viene después, entre tanto, toca a amarrar el yate en el muelle de la auténtica vida.
Lo que ocurre con el fraude y con esas formas de hacer negocios o de generar riqueza que llamamos corrupción es que no son más que una forma y un estilo de vida, no del todo nuevos ni mucho menos. Son la cloaca subterránea que sale a la luz hecha arquitectura de diseño sobre la que perorar un rato, junto con el asombroso descubrimiento de que la mierda no olía tan mal, y al final unas formas nuevas de convivencia que obligan a repensar eso que llamamos "lo social" y su antónimo "lo asocial". El fraude y la corrupción dejan de serlo cuando son ampliamente consentidos, amparados desde el poder, por sistema, porque ese es el sistema y en consecuencia el que no se aprovecha de un estado de cosas es porque no quiere o porque no sabe, es su problema.
El fraude es una forma de hacer negocio que sostiene desde la fabricación defectuosa a la contratación de los bienes y servicios más comunes -alimentación, banca, telefonía, asistencias varias...-, pasando por la formación de tribunales que nutren la dirección de museetes regionales para toda la parentela, en unas relaciones sociales en las que ya prima la desigualdad, la falta de una elemental equidistancia y esa ley nunca del todo denunciada: la del más fuerte, la de la ventaja.
Entre tanto, en la calle no se habla de otra cosa: de un estado casi generalizado de ruina que divide a la sociedad entre sanos y enfermos, entre enteros y tocados, entre vivos y muertos, de los que hay que huir (muertos, tocados, enfermos) no vayan a infectarnos. Algo que empieza a parecerse demasiado a los relatos de las epidemias de peste. Samuel Pepys temblaba (poco) ante la posibilidad de que le hicieran una peluca con el pelo de alguno de los muchos cadáveres que se veía obligado a sortear a diario cuando iba a echar un polvo, comerse un barrilillo de ostras y beberse unas jarras de cerveza, porque a él no le quitaba el apetito ni la peste. Se te acerca alguien a quien no ves desde hace mucho; adviertes el desastre pintado en la cara; sabes de lejos de qué va hablarte y si no huyes es porque piensas: "Vas a ver la que te suelto yo". En otros casos resulta reconfortante convenir en que estáis a salvo del naufragio, ¿no?, aunque sea mentira, y en que la ruina, la crisis, como la muerte, es algo que les sucede a los demás.
La semana pasada, Amnistía Internacional lanzó a la desesperada una última campaña con objeto de salvar la vida de Troy Davis, un negro norteamericano acusado del asesinato de un policía blanco hace más de veinte años. Negro y norteamericano: dos desgracias irreparables en según qué estados de la Unión. Georgia, donde lo han matado a sangre fría, es uno de ellos. Pese a que siete de nueve testigos se retractaron de su testimonio y de que las pruebas acusatorias son endebles y de que es más que probable que el autor sea otra persona perfectamente identificada, Troy Davis fue ejecutado con productos químicos pensados para animales. Los esfuerzos de Amnistía Internacional, la presión internacional, no han servido para nada. Matando a Troy Davis se defiende un sistema en el que poco importa que se ejecute a inocentes, a incapacitados, a menores, mientras se mantenga en vigencia la pena de muerte. Las irregularidades procesales, los prejuicios racistas, la perversión del sistema de jurado no cuentan. Estados Unidos es un país que enmascara el crimen como pilar social detrás de una teatral parafernalia judicial. Tiene un sistema judicial que quiere venderse como modelo y es uno de los más inseguros del planeta, no ya porque en él esté instaurado el crimen de Estado como norma (dentro y fuera de sus fronteras), sino porque está basado en una espesa tela de araña de triquiñuelas legales que lo convierten en una trampa mortal, nunca mejor dicho. Troy Davis no es el primer reo que muere proclamando que es inocente, y a este paso tampoco el último. Y en todos los casos la familia de la víctima asistiendo en primera fila al edificante espectáculo, aferrada a una convicción inducida que justifica ese nuevo crimen. Un horror. Y detrás, un vocero soltando frases que bajo la apariencia de la ponderación jurídica inducen a sostener que poco importa que esa ejecución no sea justa si es legal.