Recuerdo que cuando era pequeño me desasosegaba este día. No entendía bien la palabra inocencia. No debe de ser un concepto sencillo. De hecho, no es nada fácil explicárselo a un niño. En origen, inocencia es, sin más, incapacidad para hacer daño. Pero luego estaban aquellas bromas, a veces crueles. Bromas en las que, como siempre, caían los más confiados. He ahí una de las experiencias más tempranas en la vida de cualquiera: ésas que más adelante se convierten en criterio de conducta y nos ayudan a entender las claves del comportamiento humano: burlarse del inocente era lo normal. Y era divertido. En algunos diccionarios, inocente sigue siendo sinónimo de ingenuo y de memo. O incluso de algo peor. Sería por eso que a mí, de pequeño, no me hacía ninguna gracia aceptar ser inocente. Aunque lo era, claro. Supongo que sí. Luego, al parecer, uno deja de serlo. Digamos que a partir de cierta edad ya nadie es inocente del todo. La culpa es algo que uno va contrayendo y aceptando con cierta naturalidad por el mero hecho de seguir vivo. Es decir, la culpa de no haber sufrido lo que otros sufren. La culpa de no haber muerto cuando otros mueren. En fin. Ahora hay, me temo, demasiada culpa por todos los lados. Nos viene distribuida desde arriba. Nos entra por los ojos. Y por los poros. No hay manera de evitar eso. La sorbemos desde muy temprano por la mañana. La chupamos durante el día. La tragamos al atardecer. Dormimos con la culpa y nos neurotizamos por su causa. Nos sentimos culpables y ni siquiera sabemos bien por qué. De joven era más individualista, escribía fantasías y me sentía menos culpable por la injusticia estructural. A medida que envejezco observo que se invierte la tendencia. Pero lo que me inquieta sobre todo es la culpabilidad por lo que uno ha llegado a ver. El sentimiento de culpa, no por lo que has hecho o intentado hacer a nivel personal, sino por lo que has llegado a saber que otros hacen en tu nombre o poniéndote como excusa.
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