La misma página
detrás de una página, otra, la misma o poco menos, hasta que el libro se acabe. Creo que ya lo conté aquí la semana pasada. En el centro de La Paz hay estos días una huelga de hambre de víctimas de las dictaduras bolivianas que reclaman el paradero de los restos de los suyos, desaparecidos o ejecutados de manera sumaria, la apertura de archivos militares donde podría haber información sobre esos hechos y la revisión del sistema por el que se han concedido diversas indemnizaciones a título de reparación. Por lo visto, hay unas seis mil personas con derecho teórico a reparaciones pecuniarias u otras por parte del Estado, pero solo se han calificado de manera positiva mil seiscientos expedientes. Es difícil probar que te han torturado, ¿no? Por eso precisamente se tortura.
El otro día varias personas se crucificaron en el lugar de la acampada atadas a los árboles. No era gente joven, al revés. Hace ya años que dura la lucha de esta gente para que reconozcan sus derechos y para que el Gobierno se esfuerce en dar con el paradero de los asesinados y desaparecidos. Hay mucho verdugo libre e impune, mucho cómplice de la narcodictadura que se libró de la actuación de los tribunales, y que el Gobierno del MAS no ha perseguido con la suficiente tenacidad.
En el lugar de la acampada callejera habían colgado un cartel que decía así: Todos los países donde hubo dictaduras militares han esclarecido los hechos, sancionado a los responsables y reparado a las víctimas de estos regímenes sangrientos y conculcadores de derechos. ¿Por qué en Bolivia no?
Me sonreí pensando en que lo que se afirmaba no es que no sea cierto, sino que es más un deseo que una realidad plena. Ningún país que haya padecido esos regímenes ha esclarecido del todo los hechos ni sancionado a todos los responsables ni indemnizado por completo a las víctimas porque hay muchos casos en que los daños causados son irreparables y ni siquiera se puede aplacarlos de manera simbólica. No es fácil. Muchos criminales de guerra nazis se libraron por su colaboración con los servicios secretos norteamericanos o de la nueva Alemania. Muchos de estos criminales de guerra o genocidas encontraron refugio en Latinoamérica hasta el fin de sus días y ejercieron públicamente de lo que eran. El otro día, en una casa paceña vi un retrato de Hitler y algunas llamativas condecoraciones nazis. No era ningún secreto.
En otros países se ha perseguido a las cabezas visibles hechas cabeza de turco, pero no a quienes torturaron con sus manos, a quienes fueron colaboradores a sueldo de las policías políticas, a quienes ejercieron labores administrativas en centros de detención y exterminio: "Pero si solo escribían a máquina", me dijo en Valparaíso un canalla chileno, de nombre Augusto, como el payaso clásico. ¿Pero qué escribían aquellos mecanógrafos? Ah, eso no importaba. Tal vez listas de eliminados, listas de detenidos o falsas órdenes de excarcelación con las que hacer burla a las familias: "Ya ha sido liberado, si no aparece será que se fue al extranjero porque quiso".
Pero leyendo el cartel de los huelguistas me sonreí pensando en mi tierra, y eso que todavía no conocía la reciente sentencia del Tribunal Supremo sobre las tumbas del franquismo, que cierra cualquier posibilidad de investigar las atrocidades cometidas y que les encuentra además cobertura jurídica, algo que, hablando de fosas, es la última paletada de tierra que cae sobre la tumba judicial del juez Baltasar Garzón y sus pretensiones de elevar a aquel régimen en un sumario judicial, condenado tal vez a quedar en nada, pero sumario al fin y al cabo con todos sus sacramentos. Una vía más cerrada que convierte el combate por la restauración plena de la memoria en algo de una actualidad ineludible.
Pero por otro lado, gracias a la sentencia del Tribunal Supremo, el paradero de los restos de los asesinados y ejecutados arbitrariamente durante y después de la Guerra Civil se convierte no ya en un asunto de estricta justicia o político, sino en algo meramente administrativo que, en el mejor de los casos, queda al arbitrio de los jueces locales. Burocracia, papeleo, oscuros reglamentos... Los delitos han prescrito, los hechos cometidos no estaban tipificados en el momento de su comisión, y ni hablar de delitos imprescriptibles porque no los hubo. Aquí no ha pasado nada y de haber pasado lo fue hace mucho.
Ahora bien, si de lo que trata el Tribunal Supremo es de coadyuvar a la corriente de opinión que quiere acabar de una vez por todas con la Guerra Civil y sus consecuencias, de modo que solo se hable de ella desde una perspectiva histórica lo menos enojosa y más aséptica posible, se equivoca. Una sentencia como esa lo que vuelve a poner sobre la mesa es la calificación misma de los hechos, la sistemática obstaculización que una parte de la sociedad española, a través de sus representantes, ha ejercido desde todas las instancias -policiales, militares, judiciales, administrativas- para que no se pudiera investigar a los autores directos de las fechorías cometidas: encubrimiento, complicidad, aquiescencia..., todo lo disfrazada que se quiera de pasar página y de un fundar un presente distinto, nuevo, democrático y etcétera, que se revela al cabo una falacia. No es pasar página, no es fundar una sociedad política de verdad nueva, sino imponer silencio, obligar al olvido. O dicho de otro modo: ¿lo volverían a hacer, llegado el caso, si las circunstancias les fueran favorables? Me lo pregunto, sin más. Claro que hoy hay otras formas de golpismo, empezando por el financiero, y el autoritarismo social les beneficia. No parece que sea esta una manera muy eficaz de acabar con esa sombra indeseada que se proyecta en el presente. No se hizo y no se ha hecho una elemental justicia. Las leyes aplicables al caso a las que hace referencia la sentencia de punto final son cicateras e insuficientes. Lo saben quienes las discutieron y dictaron, tarde y mal.