odos, que podrían ser miles, de no ser este el país más pacífico del mundo, patria ya muy demediada de Caín, en el nunca tantos fueron abusados y en lugar de pegarle fuego al chaparral acudimos sumisos, creyentes y hasta devotos, a la ceremonia de las urnas, en la incomprensible confianza de que de ese modo podemos cambiar este estado de cosas. Virtuosos y archidemócratas, pacíficos... por la cuenta que nos trae ahora que el juez Gómez Bermúdez persigue ideas.

Pero al famoso bocazas que actúa como portavoz del Gobierno, le «Preocupa que culpen de sus fracasos al PP». Lo ha dicho refiriéndose a la persona que estrelló su coche, cargado con un par de bombonas de butano, contra la sede del Partido Popular aduciendo que está arruinado. Un alunizaje sin consecuencias que el propio Gobierno ha elevado a patochada; ya pensaban en islamistas y en la publicidad gratuita para su campaña electoral.

Hernando no entiende nada o su declaración es una exhibición ritual de cinismo, como las desvergonzadas palabras de la Cospedal. Son decenas de miles de ciudadanos los que de sus fracasos vitales, económicos, profesionales, de su deficiente asistencia sanitaria y en consecuencia de su salud precaria, de su desposeimiento vital y social, de sus nulas perspectivas laborales, pueden culpar al Partido Popular, no ya a su política, sino a personas concretas que han elevado la mentira y la corrupción a sistema político. Y mejor no nos olvidemos de la monumental estafa bancaria que estamos pagando todos los ciudadanos. No en vano son ya mil los cargos públicos del Partido Popular o con él relacionados que están encausados por corrupción o complicados en procesos abiertos por causas poco honrosas. El mismo vocero gubernamental acaba de ser condenado por unas declaraciones injuriosas, algo que en cualquier otro país le inhabilitaría para el cargo que ocupa. Aquí no, aquí ser acreedor de querellas criminales o reclamaciones judiciales deshonrosas son otros tantos méritos para ocupar puestos de gobierno. Podrían ser muchos más los procesados por corrupción y mal uso de los beneficios inherentes (¿por qué?) al cargo y en cualquier democracia que se preciara quien estaría sentado en el banquillo sería el Gobierno entero, con su presidente a la cabeza. Pero no, aquí en lugar de dimitir en bloque, sustituyen a jueces o a fiscales y a quien haga falta con tal de entorpecer la acción de la justicia, con la complicidad de magistrados que se niegan, por ejemplo, a encarcelar de manera preventiva a Rodrigo Rato, uno de los suyos.

El cargo que ocupa no le autoriza a la Cospedal a decir que en este país todos somos corruptos. Eso es una inmoralidad. Eso es retrotraerse al peor franquismo, en el que los gobernantes se veían felices de que los gobernados estuvieran tan corruptos como ellos, para que todos estuvieran «en el ajo». No, no todos estamos en el ajo. No todos hemos podido disfrutar de tarjetas «de representación» para podernos llevar a la familia de marisquerías los domingos. Aquí, en pocos días hemos pasado de que jamás en la historia de España hubo menos corrupción que ahora, a que todos somos corruptos.

Y si de franquismo hablamos, a nadie le puede extrañar cuál ha sido la posición del Partido Popular con respecto al monumento franquista de Cuelgamuros y a la tumba del dictador, en la medida en que jamás, ni de manera institucional ni a título particular, han condenado el franquismo. Ya está tardando el Gobierno de Navarra en retirar los honores forales al dictador o a asumir que también ellos sostienen el franquismo por encima de la ley de Memoria Histórica.

En este clima, salvo que revele que tampoco todo es armonía en la cueva de Alí-Baba, la dimisión del fiscal general del Estado es perfectamente irrelevante en la medida en que quien le sustituya, por nombramiento político, será igual o peor. En eso pocos engaños caben. Al margen de una dimisión, que tal vez se deba a cuestiones de vanidad y orgullo heridos, el fiscal general ha defendido los intereses partidistas del Gobierno y quien le sustituya actuará de la misma manera, en defensa de un estado autoritario y de un régimen policiaco.