El discurso navideño del rey no convenció a nadie que no estuviera previamente convencido y no interesó a muchos ciudadanos, muchos, hartos ya de monarquía, de podre institucional y de mandangas; el monólogo del Presidente de gobierno, menos. Uno y otro estuvieron en su papel. El primero acumulando naderías de reparto y obviedades a ratos sonrojantes, y el segundo parapetándose en más de lo mismo, pero con soltura, con prepotencia, como si sus viejas soflamas de charlatán de feria tuvieran alguna credibilidad. No, no la tienen. La mercancía que ofrece está averiada. ¿Qué nos esperábamos? Nada, no podíamos esperar nada, de ninguno de los dos. Ese guiñol navideño, hecho cansina convención, está muy gastado, y como bromas de día de los Inocentes, pesadas.
¿Cómo puede decir Rajoy que nunca ha engañado a los españoles, ni antes ni ahora? ¿Acaso son falsificaciones sus promesas vanas y sus embustes que se conservan en las hemerotecas? No se entiende, a no ser que esté convencido de que se dirige a un país derrotado, formado por desmemoriados y por débiles mentales a los que se les puede decir cualquier cosa para cumplir el trámite, porque toda la vida pública parece ser eso, tramite, bambolla.
Eso sí, ambos representaron con eficacia el descrédito de las instituciones, salvo para quienes creen en ellas no porque sean incapaces de ver su deterioro, sino por militancia, por una cuestión de principios y casi de seña de identidad social. No creo que sus fervorosos votantes se paren a pensar si los discursos de su líder son vacuos, sacos de humo o arengas de quien miente como respira hasta límites grotescos. Un descrédito por otra parte que ya ha alcanzado a los medios de comunicación, salvo que estos se lean por pura militancia, se de por bueno todo lo que publica el de nuestra trinchera y se tome lo que es opinión, como consignas a seguir a rajatabla.
A estas alturas destacar las patrañas de Rajoy no va a ningún lado y él tiene que saberlo, de ahí también su desparpajo. Sabe que, diga lo que diga, no tiene consecuencia política alguna, o no mucha. Lo que llama la atención es que con ese bagaje siga perseverando en el negocio político convencido de que no hay quien le eche de la Moncloa. Esa es por lo visto su única preocupación, no el malestar de los ciudadanos.
Tanto el Rey como Rajoy han coincidido en algo a mi modo de ver fundamental: parece que hablan no ya para un país irreal, sino desde otro planeta y para marcianos. Si se toma al pie de la letra lo que ambos han dicho, se advierte que son incapaces de asomarse al país real, a su precariedad laboral, a las carencias materiales elementales de algunos cientos de miles de ciudadanos, a los que pierden sus casas mientras la banca engorda sus beneficios, a la deficiente atención médica... yo qué sé, no hay papel para inventariar la mugre de este régimen. Y oyéndoles, aquí no pasa nada, viva mi dueño. El Rey y el Presidente de gobierno hablan para un país que no existe más que en su imaginación o en la de quien (en el caso del Borbón) le escribe un discurso que, dada su precariedad, cuando menos sirve para acrecentar el sentimiento republicano y la necesidad de un proceso constituyente.
Quienes tienen esperanza, coraje, voluntad de sobreponerse a este estado lamentable de cosas, es por encima de ellos. El rey parece ignorar no solo que las trastiendas de la monarquía no están limpias, sino que el país que representa está podrido en todas sus entretelas.
Si alguna esperanza cabe dentro del paisaje devastado por el peor gobierno que ha tenido España desde el franquismo, el que mayor desvergüenza y crueldad ha demostrado, es precisamente la de tumbar ese gobierno con su Presidente a la cabeza y con él un régimen político siniestro. Y es en ese terreno donde menor mella causan las palabras de autobombo del ocupante de la Moncloa: no basta con colgarse medallitas de humo y con desacreditar de manera zafia las alternativas a un régimen bipartidista podrido para debilitar la esperanza de cambio político y acallar el propio temor a que la alegría cambie de bando.