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Por ziriquiar

Desde el Génesis, hay una arraigadísima tendencia a pensar que todo (todo, en cualquier ámbito) iba bien hasta que se torció. Con tal fuerza se implanta esta convicción que no dedicamos ni un milisegundo a desactivar los borrones que este funesto tic produce en los discursos.

Yo llevaba unos días pensando en el matriarcado vasco y ahora pienso también en la dieta mediterránea. Que vi Amama y después, en dos o tres críticas, me encontré con el áureo sintagma matriarcado vasco, que una vez pronunciado explica y sustancia no se qué y a continuación, contra cualquier evidencia, todo el mundo parece aceptar la tontuna de que desde el mesozoico un caserío es un marco autónomo de la relación de sexos. Como si en el principio, cuando el espíritu sobrevolaba las aguas, mandaran las mujeres. ¡Anda ya! Si entendemos por patriarcal aquel sistema donde los varones capitalizan la propiedad, los medios de producción, la acción política y simbólica, la autonomía personal y la ocupación del espacio público y la creación y emisión de opinión, entenderíamos por matriarcado aquel sistema en que esta preeminencia fuera femenina. ¿La hemos visto? No. ¿Aquí había antes? No parece. Pues a otra cosa.

Es el turno de la dieta mediterránea. El discurso oficial dice que existió y se abandonó, que hubo un momento feliz y arcádico en que millones de personas en torno al Mare Nostrum comieron de forma equilibrada cuando las redes de distribución no permitían superar la estacionalidad de frutas y verduras, cuando la reiteración en los alimentos producía bocios y la escasez raquitismos, cuando las proteínas animales eran un lujo. Oigo que la chistorra también forma parte de la dieta mediterránea. La longaniza con la que se atan algunos perros también debería incluirse.