Acierta edad el tiempo te sopla en el cogote por barlovento. Como una gota helada cabalgando sobre un pentagrama sin sonido. Y sientes que cada instante está medido por un golpe de suerte o de pura casualidad. Y es que hay días que recelas hasta del espejo, ese que cada mañana te muestra una nueva renuncia. Ayer mismo supiste de un caso fulminante. Casi sin tiempo para inscribirse en el calentón anual de deseos del nuevo curso. Y te inquietaste o te pusiste a llorar. Como perjurando contra un tiempo vacío. Yo más bien diría que te entró el pánico. Y así anduviste toda la mañana, renqueante, como queriendo encontrar el libro de instrucciones para ese desaguisado de tu alma inquieta. En esas estabas, cuando por la calle te sorprendió un desfile infantil. No tenían más de cinco años. Caminaban alegres e inocentes alterando el gris marengo de aquella ciudad otoñal. Te cautivó la mirada de una de ellas. Y vistes en la profundidad de sus ojos el pozo de tu infancia. Entonces quisiste descender a toda velocidad por aquel túnel de fuego. Como un yonqui en busca del fogonazo eterno. Cuando llegaste al fondo sonaba la tercera Sinfonía de Gorecki en medio de un amplio surtido de cicatrices. De aquella edad dorada no quedaba nada salvo unos recuerdos nubosos, una tierra de nadie, alguna foto de tu madre y poco más. Ascendiste ansioso en busca de la luz. Los niños seguían con su alegre baile hasta llegar al centro escolar, donde se perdieron por la puerta de entrada. Mientras seguías sus pasos sentiste el dulce escozor de una felicidad inexplicable. Antes de entrar, una de ellas, la que te había contaminado con sus ojos repletos de vida, te miró y te dijo: “Se escapa de la vejez cuando uno tiene la esperanza de llegar a un lugar donde, de nuevo, algo puede ocurrir por primera vez”.
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